Hasta que lo deje, no moveré un dedo: La historia de Mariana y su lucha por romper el ciclo
—¡No puedo más, mamá! —gritó Mariana, con la voz quebrada y los ojos hinchados de tanto llorar—. ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que resuelve todo?
La miré desde el marco de la puerta, sintiendo cómo mi corazón se partía en mil pedazos. Mi nieto menor lloraba en la cuna, mientras el mayor, con apenas cinco años, jugaba en silencio en una esquina del pequeño departamento. El aire olía a leche agria y cansancio. Yo, Teresa, su madre, había llegado con una bolsa de despensa y un nudo en la garganta.
—Porque tú eres la única adulta en esa casa, hija —respondí, tratando de no sonar tan dura como me sentía—. ¿Dónde está Julián?
Mariana bajó la cabeza. —Salió… dice que va a buscar trabajo, pero seguro está en la esquina con sus amigos otra vez.
La rabia me subió como un fuego por el pecho. No era la primera vez que veía a mi hija así: ojerosa, flaca, con las manos agrietadas de lavar ropa ajena para sacar unos pesos extra. Julián, su esposo, llevaba meses sin trabajo fijo. Siempre tenía una excusa: que la economía está difícil, que nadie quiere contratar a alguien sin estudios, que lo discriminan por venir del barrio. Pero yo lo conocía desde niño; nunca le gustó esforzarse.
—Mariana —le dije, sentándome junto a ella—. No puedo seguir ayudándote si sigues con él. Ya lo hablamos muchas veces. No es justo para ti ni para los niños.
Ella me miró con los ojos llenos de miedo y vergüenza. —¿Y qué quieres que haga? ¿Que me divorcie? ¿Que críe sola a mis hijos?
—Ya los estás criando sola —le respondí, y sentí cómo las palabras le caían encima como piedras.
En ese momento, mi esposo Ernesto llegó. Venía cansado del taller mecánico donde trabajaba desde hacía veinte años. Apenas entró y vio la escena, frunció el ceño.
—¿Otra vez lo mismo? —dijo—. Mariana, tienes que ponerle un alto a ese muchacho. No podemos seguir manteniéndolos a todos.
Mariana se levantó de golpe. —¡No les estoy pidiendo que mantengan a Julián! Solo necesito ayuda para los niños…
—Pero si Julián estuviera trabajando como debe, no estarías así —interrumpió Ernesto—. Nosotros ya criamos a nuestros hijos. Ahora te toca a ti hacerte responsable de tu familia.
La discusión subió de tono. Mariana lloraba y gritaba que nadie la entendía; Ernesto insistía en que Julián era un bueno para nada; yo trataba de mediar, pero sentía que todo se me escapaba de las manos.
Esa noche, después de dejar a los niños dormidos y a Mariana abrazada a su almohada, Ernesto y yo discutimos en la cocina.
—No podemos seguir así —me dijo él—. Estamos gastando nuestros ahorros en ellos. ¿Y si nos enfermamos? ¿Quién nos va a ayudar?
—Es nuestra hija —le respondí—. No puedo darle la espalda.
—Pero tampoco podemos ser cómplices de su desgracia —sentenció él.
Me fui a dormir con el corazón apretado. Soñé con Mariana cuando era niña, corriendo por el patio de tierra en la casa de mis padres en Veracruz. Siempre fue fuerte y terca, pero también dulce y generosa. ¿En qué momento se perdió?
Al día siguiente, Julián apareció por fin. Olía a cerveza y traía los ojos rojos.
—¿Y ahora qué? —me dijo al verme en la sala—. ¿Vienes a regañarme otra vez?
—No vengo a regañarte —le respondí con frialdad—. Vengo a decirte que ya no voy a ayudarles más hasta que tú te pongas las pilas o Mariana te deje.
Él se rió con desprecio. —¿Y tú quién eres para meterte en mi familia?
—Soy la madre de Mariana y la abuela de tus hijos. Y estoy harta de verte destruirlos.
Mariana salió corriendo del cuarto al escuchar los gritos.
—¡Ya basta! ¡No quiero más peleas! —gritó ella—. Si no quieren ayudarme, está bien… pero no me pidan que abandone al padre de mis hijos.
Me fui de ahí sintiéndome la peor madre del mundo. Durante semanas no supe nada de Mariana. Me dolía imaginarla sola, luchando contra todo y todos. Pero también sabía que tenía que aprender a poner límites.
Un día recibí una llamada suya.
—Mamá… —su voz era apenas un susurro—. ¿Puedo irme a vivir contigo un tiempo? Ya no aguanto más… Julián me levantó la mano anoche.
Sentí un frío recorrerme el cuerpo. Corrí por ella esa misma tarde.
Cuando llegó a casa, traía sólo una mochila y a los niños dormidos en brazos. Su cara tenía un moretón en la mejilla.
Esa noche lloramos juntas hasta quedarnos dormidas abrazadas como cuando era niña.
Pasaron meses difíciles. Mariana consiguió trabajo limpiando casas; yo cuidaba a los niños mientras ella salía desde temprano hasta tarde. Ernesto al principio estaba molesto, pero poco a poco fue ablandándose al ver el esfuerzo de su hija.
Julián intentó buscarla varias veces; incluso fue al trabajo de Mariana para suplicarle que regresara. Pero ella ya no era la misma.
Una tarde, mientras lavábamos los platos juntas, Mariana me dijo:
—Gracias por dejarme caer… Si no lo hubieras hecho, nunca habría tenido el valor de salir de ahí.
La abracé fuerte y lloré en silencio.
Hoy Mariana está terminando la secundaria abierta; sus hijos van a la escuela y sonríen otra vez. Yo sigo preguntándome si hice lo correcto al dejarla sola tanto tiempo…
¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a sus hijos? ¿Cuándo es amor y cuándo es complicidad? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?