Herencia de Sangre: El Precio de la Familia

—¿Vas a abrir la puerta o vas a dejar que tu hermano piense que no estás en casa? —La voz de mi madre atravesó la madera como un cuchillo. Yo, con las manos temblorosas, miré el reloj: las cinco en punto. La hora pactada para discutir la herencia de mi padre.

Respiré hondo y giré el picaporte. Mi hermano Julián entró primero, con esa mirada dura que había aprendido en los años difíciles después de que papá se fue. Mi madre, doña Teresa, lo siguió con paso firme, su bolso apretado contra el pecho como si guardara ahí todos los secretos de nuestra familia.

—¿Ya está el café? —preguntó Julián sin mirarme.

—Sí, está en la mesa —respondí, intentando sonar neutral, aunque sentía que la voz me traicionaba.

Nos sentamos los tres en la mesa del comedor, la misma donde años atrás celebrábamos cumpleaños y ahora parecía un campo de batalla. El silencio era tan denso que podía escuchar el tic-tac del reloj de pared, ese que papá colgó el día que compramos la casa.

—Bueno —empezó mi madre—, ya saben a qué venimos. No quiero peleas. Su padre dejó todo en regla. Solo tenemos que decidir cómo se va a repartir la casa y el terreno en el pueblo.

Julián bufó. —En regla para ti, mamá. Pero yo sé que él quería que yo me quedara con el terreno. Siempre me lo dijo.

Sentí una punzada en el pecho. —Eso no es lo que dice el testamento, Julián. No podemos ignorar lo que papá dejó escrito solo porque tú lo dices.

Mi madre levantó la mano, pidiendo silencio. —Basta. No vamos a empezar con eso otra vez. Yo solo quiero que esto termine en paz.

Pero la paz era imposible. Desde que papá murió, todo había sido una guerra fría entre nosotros. Julián y yo apenas nos hablábamos; mamá intentaba mediar, pero siempre terminaba tomando partido por él. Yo era la hija responsable, la que nunca se fue del lado de mamá, pero también la invisible.

—¿Y qué hay del dinero de la cuenta? —pregunté, mirando a mi madre directamente a los ojos.

Ella bajó la mirada. —Eso es para los dos. Pero la casa…

—La casa es mía —interrumpió Julián—. Yo fui el que ayudó a papá a arreglarla cuando se cayó el techo después del huracán.

—¡Eso fue hace diez años! —exclamé—. Desde entonces no has hecho nada más por esta familia.

Julián se puso de pie de golpe, tirando la silla hacia atrás. —¿Y tú? ¿Crees que por quedarte aquí cuidando a mamá eres mejor hija? ¡Siempre has sido la favorita!

Mi madre se llevó las manos al rostro, sollozando en silencio. Yo sentí cómo se me rompía algo adentro. No era solo por la casa o el dinero; era por todos los años de resentimiento acumulado, por las palabras no dichas y los abrazos negados.

—No vine aquí para pelear —dije al fin, con voz baja—. Solo quiero que esto termine y podamos seguir adelante.

Julián me miró con rabia y dolor al mismo tiempo. —Tú nunca entiendes nada, Lucía.

Me levanté y fui a la cocina a buscar más café solo para tener un momento a solas. Recordé cuando éramos niños y jugábamos en el patio mientras mamá preparaba tortillas y papá nos contaba historias de cuando era joven en Veracruz. ¿En qué momento nos convertimos en enemigos?

Volví al comedor y encontré a mi madre secándose las lágrimas y a Julián mirando por la ventana.

—Mamá —dije suavemente—, ¿por qué nunca hablamos de esto antes? ¿Por qué siempre dejamos que las cosas se pudrieran hasta explotar?

Ella suspiró. —Porque tu padre siempre decía que todo se arreglaría solo… pero no fue así.

Julián se giró hacia mí, con los ojos rojos. —Yo solo quiero lo que me corresponde.

—¿Y qué es eso exactamente? —pregunté—. ¿Una casa vacía? ¿Un terreno lleno de recuerdos tristes? ¿O quieres sentirte visto por una vez?

El silencio volvió a caer sobre nosotros como una manta pesada.

—Yo… yo solo quiero que me reconozcan —susurró Julián al fin—. Siempre fui el hijo problemático, el que se fue del pueblo porque no aguantaba más…

Mi madre se acercó y le tomó la mano. —Nunca fuiste menos para mí, hijo.

Las palabras flotaron en el aire, cargadas de verdad y mentira al mismo tiempo.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté, sintiendo las lágrimas quemándome los ojos.

Julián me miró y por primera vez vi al hermano que había perdido hacía años. —Podemos venderlo todo y repartirlo… o quedarnos con lo poco bueno que queda entre nosotros.

Mi madre asintió lentamente. —La familia vale más que cualquier herencia.

Pero yo sabía que nada volvería a ser igual. El dinero había abierto heridas viejas y dejado cicatrices nuevas.

Esa noche, después de que se fueron, me senté sola en la sala oscura y pensé en todo lo perdido y lo poco que quedaba por salvar.

¿Vale la pena pelear por una casa si al final pierdes a tu familia? ¿O es mejor soltarlo todo antes de quedarse sin nada?