Herencia de Sangre y Silencio

—¡Es lo justo, mamá! Yo he sacrificado más, he gastado más, he vivido más tiempo cuidando de esta casa —gritó Camila, su voz retumbando en las paredes descascaradas del comedor.

Yo, Mariana, apretaba los puños bajo la mesa. El olor a café frío y pan viejo se mezclaba con la tensión. Nuestra madre, Teresa, nos miraba con los ojos cansados de quien ha visto demasiadas peleas y muy pocas reconciliaciones.

—No se trata de quién gastó más o quién es mayor —dijo mamá, con esa voz suave que usaba cuando intentaba evitar que todo se rompiera—. La herencia es para las dos. Por igual. Así lo quiso tu papá antes de irse.

Camila bufó. Siempre había sido así: la primera en hablar, la primera en exigir. Yo era la sombra, la que recogía los platos después de las discusiones, la que lloraba en silencio en el cuarto compartido mientras ella dormía tranquila.

—¿Por igual? —repitió Camila, casi escupiendo las palabras—. ¿Y mis años trabajando en el taller de costura para ayudar a pagar la luz? ¿Y mis noches cuidando a la abuela cuando tú apenas sabías leer?

Sentí el golpe de sus palabras como si fueran piedras. No era mentira: Camila había hecho mucho por la familia. Pero también había tomado mucho. Cuando papá murió, ella se quedó con su reloj de oro y nunca preguntó si yo lo quería. Cuando mamá enfermó, fue Camila quien decidió a qué hospital llevarla y cuánto gastar en medicinas. Yo solo obedecía.

—No es cuestión de cuentas —dije por fin, mi voz temblando—. Es cuestión de justicia. Papá siempre decía que el amor no se mide en pesos ni en años.

Camila me miró con desprecio. —Claro, tú siempre tan filosófica. Pero cuando haya que pagar el techo nuevo o los impuestos atrasados, seguro te escondes como siempre.

Mamá se levantó despacio y fue hasta la ventana. Afuera, los perros ladraban y el sol caía sobre las tejas rotas del barrio San Martín. Era un barrio donde todos sabían todo de todos; donde las peleas familiares eran tema de conversación en la panadería y donde la pobreza nos enseñó a sobrevivir con poco y a desconfiar del vecino.

—No quiero que se peleen por esto —susurró mamá—. La vida ya nos quitó demasiado.

Pero era tarde. El veneno ya estaba en el aire.

Esa noche no dormí. Escuché a Camila hablar por teléfono con su novio, Andrés:

—No pienso dejar que Mariana se quede con la mitad. Ella nunca hizo nada por esta casa. Si tengo que ir a un abogado, lo haré.

Sentí rabia y miedo. ¿Cómo podía mi propia hermana pensar así? Recordé cuando éramos niñas y compartíamos una cama angosta; cuando me defendía de los chicos del barrio; cuando me enseñó a andar en bicicleta en la plaza llena de jacarandás.

Pero ahora solo quedaba resentimiento.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios y miradas frías. Mamá intentaba mantener la paz cocinando nuestras comidas favoritas: guiso de lentejas para Camila, milanesas para mí. Pero ni el aroma podía tapar el sabor amargo del conflicto.

Un domingo, mamá nos reunió otra vez:

—He hablado con el abogado del barrio —dijo—. Todo está claro: la casa es mitad para cada una. No hay discusión posible.

Camila apretó los labios. —Entonces yo me voy. No pienso vivir bajo el mismo techo que una aprovechada.

La vi empacar sus cosas: ropa vieja, fotos de papá, el reloj de oro que nunca devolvió. Antes de irse, me miró a los ojos:

—Algún día vas a entender lo que es luchar sola.

La puerta se cerró con un golpe seco. Mamá lloró en silencio mientras yo recogía los restos de una familia rota.

Pasaron meses sin saber de Camila. El barrio murmuraba: que si estaba viviendo con Andrés en una pieza alquilada; que si buscaba trabajo en la capital; que si había ido a ver a un abogado para pelear por la casa.

Mamá envejeció de golpe. Sus manos temblaban más cada día y yo aprendí a hacer cuentas, a pagar impuestos, a negociar con los albañiles para arreglar el techo antes de las lluvias.

Una tarde recibí una carta: era del juzgado. Camila había iniciado un juicio para reclamar una parte mayor de la herencia alegando “mayor contribución al hogar”. Sentí el corazón romperse otra vez.

Mamá no resistió mucho más. Murió una mañana fría de julio, sin reconciliarse con Camila. En el velorio, mi hermana llegó vestida de negro pero con los ojos secos. No cruzamos palabra.

El juicio siguió su curso. Los abogados discutían cifras y recuerdos como si fueran mercancía barata. Al final, el juez dictaminó lo obvio: mitad para cada una.

Me quedé sola en una casa demasiado grande para mis sueños pequeños. A veces escucho los ecos de las peleas en las paredes; otras veces creo oír la risa de Camila cuando éramos niñas y aún no sabíamos lo que era perderlo todo.

¿Vale la pena pelear por ladrillos y papeles cuando lo único irrecuperable es el amor? ¿Cuántas familias más tendrán que romperse antes de entenderlo?