Herencia de Soledad: El Precio de un Cariño Fingido
—¿Mamá, cómo amaneciste hoy? —pregunta Lucía, mi hija mayor, con esa voz tan dulce que aprendió a usar cuando quiere algo.
Cuelgo el teléfono y me quedo mirando la cortina que baila con el viento. Hoy es mi cumpleaños número setenta y tres. Afuera, el sol se cuela entre los jacarandás del barrio de San Miguel, en Buenos Aires, pero aquí adentro el aire pesa. Me pregunto si alguno de mis hijos vendrá a verme o si solo recibiré llamadas como la de Lucía, llenas de palabras vacías y promesas que nunca se cumplen.
Recuerdo cuando mi marido, Ernesto, me dejó con tres hijos pequeños y una montaña de deudas. No quería irse, decía, pero la vida lo había cansado. Yo tenía treinta y nueve años y una casa que se caía a pedazos. Me arremangué y trabajé en lo que pude: limpié casas en Belgrano, vendí empanadas en la feria de Mataderos, hasta cosí uniformes escolares por las noches. Todo para que Lucía, Martín y Sofía pudieran estudiar y no tuvieran que pasar hambre.
—Mamá, ¿vas a venir al acto del colegio? —me preguntaba Martín, con esos ojos grandes y tristes.
—Claro que sí, mi amor —le respondía yo, aunque supiera que tendría que salir corriendo del trabajo para llegar a tiempo.
Hoy Martín vive en Córdoba y apenas me llama. Sofía está en México desde hace años; dice que allá encontró su lugar en el mundo. Lucía es la única que sigue en Buenos Aires, pero siempre está ocupada con sus hijos y su marido. Sin embargo, desde hace unos meses, todos me llaman todos los días. Al principio pensé que era porque me extrañaban o porque temían por mi salud después de la caída que tuve en el baño. Pero pronto noté algo raro: las preguntas sobre mi testamento empezaron a colarse en las conversaciones.
—Mamá, ¿ya hablaste con el escribano? —me preguntó Sofía la semana pasada por videollamada.
—No todavía, hija. ¿Por qué tanta prisa?
Ella sonrió nerviosa y cambió de tema. Martín me preguntó lo mismo dos días después. Lucía vino a visitarme hace poco —la primera vez en meses— y mientras tomábamos mate en la cocina, miró alrededor con una mezcla de nostalgia y cálculo.
—Esta casa tiene mucho valor ahora, ¿sabías? —me dijo, como si yo no hubiera vivido aquí toda mi vida.
Me dolió más de lo que quiero admitir. ¿Será posible que mis hijos solo piensen en lo que les voy a dejar cuando me muera? ¿Todo lo que hice por ellos se reduce a una casa vieja y unos ahorros en el banco?
La soledad se siente distinta cuando uno sospecha que el cariño es fingido. A veces me convenzo de que exagero, de que soy una vieja paranoica. Pero entonces recuerdo cómo era antes: cuando venían a verme sin motivo, cuando me abrazaban fuerte y me decían “te quiero” sin esperar nada a cambio.
El otro día fui al supermercado del barrio y me encontré con Doña Rosa, mi vecina de toda la vida. Ella también está sola; sus hijos viven en España y solo la llaman para Navidad.
—¿Y los tuyos? —me preguntó mientras elegíamos tomates.
—Me llaman todos los días —le respondí, intentando sonar orgullosa.
Ella sonrió con tristeza. —A veces es peor así —susurró.
Esa noche no pude dormir. Me levanté a mirar las fotos viejas: Lucía con su guardapolvo blanco, Martín disfrazado de San Martín en el acto escolar, Sofía abrazando a su perro Tito. En todas las fotos sonrío cansada pero feliz. ¿En qué momento cambiaron las cosas? ¿Cuándo se volvió todo tan frío?
Hace dos semanas tuve una discusión fea con Lucía. Me insistió para que pusiera la casa a nombre de los tres hermanos “por si te pasa algo”. Le dije que no estaba lista para hablar de eso todavía.
—No seas egoísta, mamá —me gritó—. Después no queremos problemas entre nosotros.
Me quedé helada. ¿Egoísta yo? ¿Después de todo lo que sacrifiqué?
Martín me mandó un mensaje esa noche: “No te preocupes por Lucía, está estresada”. Pero al día siguiente volvió a preguntarme por el testamento.
Me siento atrapada entre el miedo a quedarme sola y el terror de ser usada por mis propios hijos. A veces pienso en vender todo e irme a vivir a un pueblito del interior donde nadie me conozca. O donar la casa a una fundación, como hizo Don Pedro, el panadero del barrio. Pero después me acuerdo de las risas de mis nietos cuando vienen (aunque sea una vez al año) y se me ablanda el corazón.
Hoy es mi cumpleaños y nadie ha venido todavía. El teléfono suena cada tanto: mensajes de WhatsApp con emojis y promesas de “la próxima semana te visito”. Me preparo un té y miro por la ventana cómo los chicos del barrio juegan a la pelota en la vereda. Me acuerdo de mis hijos corriendo por este mismo patio, gritando mi nombre para mostrarme un dibujo o una herida en la rodilla.
¿En qué momento se perdió el amor genuino? ¿Será verdad eso que dicen las viejas amigas: que uno cría cuervos? O tal vez soy yo la que no sabe soltar el pasado.
Si alguna vez leyeran esto mis hijos, solo quisiera preguntarles: ¿Qué pesa más para ustedes: mi cariño o mi herencia? ¿Alguna vez volverán a quererme como antes?