Herencia en la niebla: el secreto de la casa de la tía Rosa
—¿Quién es usted y qué hace en mi casa?—. Mi voz temblaba, pero no podía dejar que lo notara. La mujer, de cabello canoso y mirada dura, se quedó inmóvil en el umbral de la puerta. El aire olía a humedad y a café recién hecho. Yo sostenía la llave que el notario me había dado, aún incrédula de estar allí, frente a la vieja casona que mi tía Rosa me había dejado en herencia.
Todo comenzó hace dos semanas, cuando recibí la llamada del licenciado Ramírez. —Señorita Mariana, ¿usted es sobrina de Rosa Hernández?—. Apenas recordaba a esa tía lejana, una figura borrosa en las historias de mi madre antes de morir. —Su tía le dejó una propiedad en San Miguel de las Flores—, dijo el notario. Pensé que era una broma cruel del destino; mi vida en Xalapa era un caos: recién despedida, mi novio me había dejado y apenas podía pagar la renta.
El viaje al pueblo fue largo y lleno de dudas. El autobús avanzaba entre cafetales y neblina. Recordé las palabras de mi madre: “La familia siempre guarda secretos”. Al llegar, el pueblo parecía detenido en el tiempo. Nadie me conocía, pero todos murmuraban al verme pasar con mi maleta.
La casa era más grande de lo que imaginaba, con tejas rojas y paredes encaladas. Pero al abrir la puerta, la encontré: una mujer sentada junto a la ventana, tejiendo en silencio. —¿Quién es usted?— pregunté otra vez, esta vez con menos firmeza.
—Yo soy Carmen, la hija de Rosa— respondió sin mirarme. Sentí un frío recorrerme la espalda. —Pero… mi madre nunca me habló de usted— balbuceé. Carmen soltó una risa amarga. —Porque tu madre se fue y nunca volvió. Aquí solo quedamos las que no tuvimos a dónde ir—.
El conflicto era inevitable. El notario me había asegurado que la casa era mía por derecho, pero Carmen tenía papeles viejos y recuerdos aún más antiguos. Los días siguientes fueron un tira y afloja: yo dormía en el cuarto de visitas, ella en el principal. Cada mañana discutíamos sobre quién debía quedarse.
—Tú no sabes lo que es cuidar esta casa cuando todos se olvidan de ti— me gritó un día mientras barría el patio lleno de hojas secas.
—Tampoco sabes lo que es crecer sin madre y sin raíces— le respondí con rabia contenida.
El pueblo empezó a tomar partido. Doña Lupita, la vecina, me llevó tamales y consejos: —Mijita, aquí las casas viejas tienen alma… y a veces no quieren nuevos dueños—. Los rumores crecían: que si yo venía a vender todo, que si Carmen estaba loca, que si la tía Rosa había muerto con un secreto en los labios.
Una tarde encontré una caja de cartas escondida bajo una tabla suelta del piso. Eran cartas entre mi madre y Rosa; hablaban de un amor prohibido, de peleas familiares por tierras y dinero, de promesas rotas. Comprendí entonces por qué mi madre nunca volvió al pueblo.
Esa noche enfrenté a Carmen:
—¿Por qué nunca me dijeron la verdad? ¿Por qué tanto odio?—
Ella lloró por primera vez. —Porque aquí todo se hereda: la tierra, el dolor… y el silencio—.
Pasaron semanas entre peleas y reconciliaciones forzadas. Aprendí a preparar café como lo hacía mi abuela, a escuchar los susurros del viento entre los árboles de mango. Carmen y yo compartimos historias, heridas abiertas por generaciones.
Un día llegó el notario con nuevos documentos: la casa era legalmente mía, pero moralmente… ¿de quién era realmente? Carmen no tenía a dónde ir; yo tampoco tenía un hogar verdadero.
La última noche antes de decidir mi futuro, salimos al patio bajo la luna llena.
—¿Y si compartimos la casa?— propuse con voz temblorosa.
Carmen sonrió por primera vez. —Tal vez así podamos sanar algo de lo que nuestras madres rompieron—.
Hoy sigo aquí, entre paredes viejas y recuerdos nuevos. La herencia no fue solo una casa: fue enfrentar los fantasmas familiares y aprender a perdonar.
A veces me pregunto: ¿cuántos secretos guardan nuestras familias? ¿Cuántas veces preferimos huir antes que enfrentar el pasado? ¿Y ustedes… se atreverían a abrir esa puerta?