Herencia en la vieja casona de la colonia Roma

—¿Por qué llegas tan tarde, Mauricio? —escupió mi tía Lucía apenas se abrió la puerta principal de la vieja casona en la colonia Roma.

El eco de su voz rebotó en las paredes altas, llenas de retratos antiguos y polvo. Yo estaba sentada en el sillón verde, ese que siempre olía a humedad y a los cigarros que mi abuela fumaba a escondidas. Mi primo Mauricio, con su panza prominente y su saco caro, apenas cabía por el marco de la puerta. Traía ese aire de superioridad que siempre me irritó.

—No vengo a pelear, Lucía —respondió él, sin mirarla—. Vengo por lo que me corresponde.

Mi madre, Carmen, se levantó despacio del comedor. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar desde que la abuela murió hace dos días. Nadie había dormido bien. Nadie quería estar ahí, pero todos sabíamos que la lectura del testamento era inminente.

—¿Y qué crees que te corresponde, Mauricio? —pregunté yo, sin poder evitar el sarcasmo.

Él me miró con desprecio. —Lo mismo que a todos: una parte justa. No vine a mendigar.

La tensión era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo. Afuera llovía; las gotas golpeaban los ventanales como si quisieran entrar y ser testigos del desastre familiar.

Mi abuela, Doña Mercedes, había sido el pilar de la familia. Una mujer dura, pero generosa. Su casa era el refugio de todos cuando las cosas iban mal. Ahora, con ella muerta, lo único que quedaba era esa casona enorme y vieja, y un montón de resentimientos acumulados durante años.

El notario llegó puntual, con su portafolio negro y su cara inexpresiva. Nos sentamos todos alrededor de la mesa del comedor: mi madre Carmen, mi tía Lucía (la hija menor y favorita), Mauricio (el hijo del hermano mayor que murió hace años), mi hermana menor Sofía y yo. El silencio era incómodo.

—Antes de comenzar —dijo el notario—, debo advertirles que Doña Mercedes dejó instrucciones muy claras. Su testamento es… particular.

Lucía se removió inquieta en su silla. Mauricio cruzó los brazos. Mi madre apretó mi mano bajo la mesa.

El notario leyó en voz alta:

“Dejo mi casa en la colonia Roma a quien demuestre tener el corazón más limpio y la voluntad más fuerte para mantener unida a esta familia. No quiero que mi legado sea motivo de pleitos ni de rencores.”

Un murmullo recorrió la mesa. Nadie entendía nada.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sofía, con voz temblorosa.

—Que no hay un heredero directo —explicó el notario—. La casa será para quien logre cumplir con una condición: vivir aquí durante seis meses junto con los demás miembros de la familia y resolver sus diferencias. Si al final del plazo siguen juntos y en paz, la casa será para todos por igual. Si no… será donada a una fundación.”

Mauricio soltó una carcajada amarga.

—¡Esto es una locura! ¿Se imaginan? ¿Vivir aquí todos juntos? ¡Ni en sueños!

Lucía se levantó furiosa.

—¡Yo no pienso quedarme aquí ni un día más! ¡Siempre fui la que más cuidó a mamá y ahora esto!

Mi madre rompió en llanto. Yo sentí un nudo en el estómago. La casa crujió como si también protestara.

Esa noche nadie durmió bien. Escuché a Sofía llorar en su cuarto; Mauricio hablaba por teléfono en voz baja; Lucía empacaba sus cosas entre maldiciones. Yo me quedé sentada en el pasillo, mirando las fotos familiares: bodas, bautizos, fiestas patrias… Tantas sonrisas falsas.

Al día siguiente, desayunamos juntos por primera vez en años. El ambiente era tenso; nadie quería mirarse a los ojos.

—¿Y si lo intentamos? —dije de pronto—. Por mamá… por la abuela.

Mauricio bufó.

—¿Tú crees que esto es una telenovela? Aquí nadie se soporta.

—¡Cállate! —gritó Sofía—. ¡Siempre has sido un egoísta!

Lucía se levantó y tiró su taza al fregadero.

—Yo me largo hoy mismo. Que hagan lo que quieran con esta casa maldita.

Mi madre me miró con tristeza.

—No quiero perderlos —susurró—. Ya perdí demasiado.

Los días siguientes fueron una pesadilla: peleas por el baño, discusiones por la comida, reproches viejos saliendo a flote como cadáveres en el río. Mauricio se negaba a ayudar en nada; Lucía apenas salía de su cuarto; Sofía y yo tratábamos de mantener la paz, pero era inútil.

Una tarde encontré a mi madre sentada en el jardín trasero, mirando las bugambilias marchitas.

—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? —me preguntó con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué no podemos ser una familia normal?

No supe qué responderle. Tal vez porque nunca lo fuimos.

Pasaron las semanas y poco a poco algo empezó a cambiar. Una noche, Sofía preparó enchiladas como las hacía la abuela y todos cenamos juntos sin pelear. Mauricio ayudó a Lucía a arreglar una fuga en el baño; mi madre y yo limpiamos el desván y encontramos cartas antiguas de la abuela donde hablaba de sus sueños para nosotros.

Empezamos a recordar anécdotas, a reírnos de nuestras propias desgracias. La casa dejó de sentirse tan fría; las paredes parecían respirar con nosotros.

Pero justo cuando parecía que todo iba mejorando, descubrí algo que lo cambió todo: una carta escondida entre los libros viejos del despacho de la abuela. Era para mí.

“Querida Valeria,
Si estás leyendo esto es porque ya no estoy contigo. Sé que tu corazón es fuerte y noble, pero también sé cuánto has sufrido por culpa de esta familia rota. No permitas que el rencor te consuma como me consumió a mí durante tantos años. Perdona, aunque duela. Ama, aunque te cueste trabajo.”

Lloré como no había llorado nunca. Entendí entonces que la verdadera herencia no era la casa ni los muebles viejos: era la oportunidad de sanar nuestras heridas y empezar de nuevo.

Al final de los seis meses, el notario volvió. Todos estábamos ahí: cansados, pero juntos.

—¿Han resuelto sus diferencias? —preguntó.

Nos miramos unos a otros. Nadie dijo nada al principio, pero luego Lucía tomó mi mano y asintió. Mauricio sonrió por primera vez en años; Sofía abrazó a mi madre.

La casa era nuestra… pero más importante aún: nos habíamos recuperado como familia.

A veces me pregunto si realmente merecíamos esa segunda oportunidad o si fue solo un capricho del destino… ¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre el orgullo y el perdón?