Herencia Rota: El Precio de la Sangre
—¿Por qué no me contestas, Victoria? ¡Solo quiero saber qué hiciste con el dinero!—grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes vacías de la casa que fue de mi abuelo.
Era una tarde lluviosa en Medellín, de esas en las que el cielo parece llorar contigo. La casa olía a humedad y a recuerdos: el café recién hecho de mi abuela, los cuentos de mi abuelo bajo la luz amarilla del corredor. Pero ahora solo quedaba el silencio, roto por mi desesperación y el portazo de Victoria al salir.
Todo comenzó el día que mi abuelo, don Ernesto, falleció. Era un hombre de carácter fuerte y corazón generoso, conocido en el barrio por sus historias y su terquedad. Cuando leímos el testamento, supe que la casa sería para Victoria y para mí. Nuestros padres, Julia y Ramiro, nos propusieron venderla y repartir el dinero. Yo acepté sin dudar: llevaba años trabajando en una papelería del centro, ahorrando cada peso para algún día tener mi propio espacio. La herencia era mi oportunidad.
Pero Victoria… ella siempre fue distinta. Menor que yo por tres años, rebelde y carismática, acostumbrada a conseguir lo que quería. Había dejado la universidad y vivía de trabajos esporádicos, siempre con una nueva aventura o un nuevo amor. Aun así, creí que podríamos ponernos de acuerdo.
—Mira, Ana María —me dijo una noche mientras cenábamos arepas—. Si vendemos rápido, nos ahorramos problemas. Yo conozco a alguien que puede ayudarnos.
No sospeché nada. Confié en ella como siempre lo hice. Pero los días pasaron y Victoria empezó a evitarme. No respondía mis mensajes, no venía a las reuniones con el agente inmobiliario que nuestros padres habían recomendado. Hasta que un día recibí una llamada de mi tía Marta:
—Ana María, ¿ya supiste? Victoria puso la casa en venta por su cuenta. Ya hay un comprador.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Corrí a buscarla, pero solo encontré evasivas y excusas.
—Es mejor así —me dijo finalmente—. El agente que yo conseguí nos da más plata. Además, tú siempre has vivido con mis papás, ¿qué te hace falta?
Sus palabras me hirieron más que cualquier golpe. ¿Acaso no veía todo lo que había sacrificado? ¿No entendía lo que significaba esa casa para mí?
La venta se hizo sin mi consentimiento. Victoria firmó los papeles falsificando mi firma —lo supe después— y desapareció con la mayor parte del dinero. Cuando fui a reclamarle a mis padres, solo encontré reproches.
—Siempre fuiste muy confiada —dijo mi mamá, sin mirarme a los ojos—. Deberías haber estado más pendiente.
—Victoria es tu hermana —agregó mi papá—. No podemos hacer nada ahora.
Me sentí traicionada no solo por Victoria, sino por todos. El barrio murmuraba; algunos me miraban con lástima, otros con desprecio. Perdí amistades, perdí confianza en mi familia y, sobre todo, perdí la fe en mí misma.
Pasaron los meses y la relación con Victoria se volvió insostenible. Intenté buscar justicia legal, pero los abogados me dijeron que sería largo y costoso. No tenía fuerzas ni dinero para pelear más.
Una noche, mientras caminaba bajo la lluvia por la Avenida Oriental, recordé las palabras de mi abuelo: “La familia es lo único que uno tiene cuando todo lo demás falla”. Pero ¿qué pasa cuando es la familia la que te falla?
Me mudé a un pequeño apartamento en Envigado, lejos de todo lo conocido. Empecé de cero: nuevos vecinos, nuevo trabajo como secretaria en una clínica. Cada vez que veía una casa antigua o escuchaba risas familiares desde una ventana abierta, sentía un nudo en el pecho.
Victoria nunca volvió a buscarme. Supe por terceros que se fue a vivir a Cartagena con un hombre mayor y que gastó el dinero en fiestas y viajes. Mis padres intentaron acercarse varias veces, pero yo ya no era la misma. La herida seguía abierta.
A veces me pregunto si debí pelear más fuerte o si debí perdonar antes de tiempo. Me pregunto si algún día podré volver a confiar en alguien sin miedo a ser traicionada.
Hoy miro hacia atrás y veo cuánto he cambiado. Aprendí a sobrevivir sola, a valorar lo poco que tengo y a no esperar nada de nadie. Pero también aprendí que las cicatrices familiares duelen más que cualquier otra herida.
¿Vale la pena luchar por la sangre cuando esa sangre te ha dejado sola? ¿O es mejor aprender a soltar y reconstruirse desde el dolor?
¿Ustedes qué harían si su propia familia les diera la espalda por dinero?