Hermana de sangre, pero no de vida: el precio de cargar con la familia

—¡Mariana, sé que estás ahí! ¡Ábreme, por favor!—. El golpe insistente en la puerta retumbaba en mi pequeño departamento de la colonia Narvarte, en Ciudad de México. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que Lucía podía escucharlo desde el otro lado. Pero no me moví. No esta vez.

Me quedé sentada en el sillón, abrazando mis rodillas, con la mirada fija en el suelo. Afuera, Lucía seguía suplicando, su voz quebrada por el llanto. —¡Solo quiero hablar! ¡No me ignores!—. Pero yo ya no podía más. ¿Cuántas veces había abierto esa puerta solo para encontrarme con sus ojos rojos, su ropa desaliñada y ese olor a cigarro barato mezclado con desesperanza?

La gente dice que la familia es lo más importante, que la sangre llama. Pero nadie habla del precio que pagamos cuando esa sangre se convierte en una cadena.

Lucía y yo crecimos juntas en un barrio popular de Iztapalapa. Nuestra madre, Rosa, era costurera; nuestro padre, Ernesto, se fue cuando yo tenía ocho años y Lucía seis. Desde entonces, fui la hermana mayor responsable: la que cuidaba, la que ayudaba con las tareas, la que calmaba los llantos nocturnos cuando mamá llegaba tarde del taller.

Pero Lucía siempre fue distinta. Más sensible, más frágil. Cuando tenía quince años empezó a faltar a la escuela. Primero por flojera, luego por tristeza. Mamá decía que era una etapa, pero yo veía cómo se apagaba poco a poco. A los diecisiete ya no salía del cuarto y solo hablaba conmigo.

—¿Por qué no puedes ser como Mariana?— le gritó mamá una noche después de descubrir que Lucía había vendido su celular para comprar quién sabe qué. Yo estaba ahí, como siempre, recogiendo los pedazos.

A los veinte me fui de casa para estudiar psicología en la UNAM. Trabajé de mesera, vendí dulces en el metro, hice lo que fuera para pagarme los estudios y ayudar en casa. Pero Lucía… Lucía nunca salió del barrio ni de su propio encierro.

Cuando mamá enfermó de diabetes y perdió la vista, volví a casa para cuidarla. Lucía apenas si se asomaba a la sala. Yo cocinaba, limpiaba, llevaba a mamá al hospital y escuchaba los lamentos de Lucía por las noches.

—No sirvo para nada, Mariana… ¿Por qué nací así?— me decía entre sollozos.

Intenté todo: terapia gratuita en el centro comunitario, talleres de arte, hasta le conseguí un trabajo en una papelería. Duró dos semanas antes de renunciar porque “la gente la miraba feo”.

Cuando mamá murió hace tres años, sentí que el mundo se me venía encima. Pero no tuve tiempo de llorar: Lucía intentó quitarse la vida esa misma noche. La encontré a tiempo y pasamos horas en urgencias del Hospital General.

Desde entonces, mi vida se convirtió en un ciclo interminable: trabajar todo el día como psicóloga en una secundaria pública y regresar a casa para cuidar a Lucía. Cocinarle, escucharla, consolarla… hasta bañarla cuando caía en depresión profunda.

Mis amigos dejaron de invitarme a salir. Mi novio terminó conmigo porque “no tenía espacio para él”. Yo solo existía para Lucía.

Un día, después de una pelea porque no le di dinero para sus pastillas (que nunca tomaba), me gritó:

—¡Eres igualita a mamá! ¡Solo sabes juzgarme! ¡Ojalá te hubieras muerto tú y no ella!—

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el piso frío.

Fue entonces cuando decidí irme. Renté este pequeño departamento con lo poco que tenía ahorrado y cambié mi número de celular. Al principio me sentí culpable; soñaba con Lucía sola, perdida… Pero también sentí alivio. Por primera vez en mi vida podía dormir sin miedo a que alguien me necesitara más de lo que yo podía dar.

Pero Lucía me encontró. Empezó a venir cada semana, a tocar la puerta durante horas. Al principio le abría; le daba comida, escuchaba sus historias tristes… hasta que un día me desmayé del cansancio en plena consulta con un alumno. El doctor me dijo: “Tienes agotamiento extremo”.

Esa noche decidí no abrirle más la puerta a Lucía.

La culpa me carcome todos los días. La gente murmura: “¿Cómo puede abandonar a su propia hermana?”. Pero nadie estuvo ahí cuando yo pasaba noches enteras sin dormir cuidando que Lucía no hiciera una locura. Nadie sabe lo que es vivir con miedo constante, con el corazón hecho trizas por no poder salvar a quien amas.

A veces me pregunto si soy egoísta o simplemente humana. Si está bien poner límites incluso cuando se trata de sangre.

Hace dos semanas recibí una carta de Lucía bajo mi puerta:

“Mariana,
No sé si algún día puedas perdonarme o si yo pueda perdonarte a ti. Solo quiero decirte que te extraño y que te entiendo más de lo que crees. No sé si algún día podré cambiar, pero gracias por nunca soltarme antes. Ahora sé que tengo que aprender a caminar sola.
Lucía.”

Lloré como nunca antes. No sé qué será de ella ni si algún día podremos reconstruir algo entre las dos. Solo sé que hoy respiro un poco más tranquila y que empiezo a descubrir quién soy sin el peso de ser siempre la fuerte.

¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con la familia? ¿Cuándo es válido decir basta? ¿Alguien más ha sentido ese dolor de soltar a quien amas para poder salvarte tú mismo?