Hermanas traicionadas por la sangre: Diario de una herida

—¿Por qué lo hiciste, Lucía? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía la carta entre mis manos temblorosas. El papel estaba arrugado, manchado por mis lágrimas y el sudor frío que me recorría la espalda. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Medellín. Mamá lloraba en silencio en la cocina, y papá no había regresado desde que se enteró de todo.

Nunca pensé que escribiría esto. Siempre creí que la familia era lo más importante, que una hermana era un refugio, un secreto compartido, una complicidad eterna. Pero hoy, sentada en el borde de mi cama, con el corazón hecho trizas, entiendo que la traición más dolorosa no viene de los extraños, sino de quienes comparten tu sangre.

Lucía y yo éramos como el agua y el aceite. Yo, Camila, la mayor, siempre responsable, dedicada a los estudios y a ayudar en casa. Lucía, dos años menor, era el torbellino: risueña, rebelde, la que se escapaba por las noches y volvía con historias que me hacían temblar de miedo y envidia. Pero a pesar de nuestras diferencias, éramos inseparables. O al menos eso creía yo.

Todo comenzó hace seis meses, cuando papá perdió su trabajo en la fábrica. La plata empezó a faltar y las discusiones se volvieron rutina. Mamá se desvivía vendiendo empanadas en la esquina y yo trabajaba medio tiempo en una papelería para ayudar con los gastos. Lucía decía que estudiaba, pero cada vez pasaba menos tiempo en casa.

Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a mamá hablar por teléfono:

—No sé qué hacer con Lucía… Camila no puede cargar con todo —susurraba—. Si supieras las cosas que me han contado…

No quise preguntar. Preferí creer que eran chismes del barrio. Pero algo dentro de mí se encogió.

Un viernes cualquiera, Lucía llegó tarde y borracha. La confronté:

—¿Dónde estabas? Mamá está preocupada.

—¡No eres mi mamá! —me gritó—. ¡Déjame vivir!

Esa noche dormí llorando. Sentí que la distancia entre nosotras crecía como una grieta imposible de cerrar.

Un mes después, recibí una llamada del colegio: Lucía había sido expulsada por robarle dinero a una profesora. No podía creerlo. Corrí a buscarla y la encontré sentada en el parque, fumando con unos chicos del barrio.

—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté, suplicando una explicación.

—No entiendes nada —me respondió fría—. Necesitaba plata. ¿O crees que todo se paga con tus buenas notas?

Me sentí inútil. Por primera vez dudé si realmente conocía a mi hermana.

La situación empeoró cuando papá se fue de casa tras una pelea con mamá. Lucía empezó a desaparecer días enteros. Un día llegó con un celular nuevo y ropa cara.

—¿De dónde sacaste eso? —le pregunté.

—Tengo amigos —respondió encogiéndose de hombros.

Intenté hablar con ella, pero solo recibí gritos y portazos. Mamá se enfermó del estrés y yo tuve que dejar la universidad para trabajar tiempo completo.

Una tarde lluviosa, mientras limpiaba el cuarto de Lucía buscando algo para vender y así pagar la renta atrasada, encontré una carta escondida bajo su colchón. Era para mí:

«Camila,

Sé que te fallé. Sé que mamá sufre por mi culpa y tú has sacrificado todo por esta familia. No sé cómo salir del lío en el que estoy metida. Me ofrecieron dinero fácil y caí. Ahora no puedo salir. Si lees esto es porque ya no estoy en casa. Perdóname si puedes.

Lucía»

El mundo se me vino abajo. Salí corriendo bajo la lluvia buscando a Lucía por todo el barrio: la cancha de fútbol, la tienda de don Ernesto, la casa de su amiga Valeria… Nadie sabía nada.

Esa noche mamá me abrazó tan fuerte que sentí que sus huesos temblaban contra los míos.

—¿En qué fallamos? —lloraba ella— ¿Por qué Dios nos castiga así?

Los días siguientes fueron un infierno. La policía vino a preguntar por Lucía; alguien la había visto con unos tipos peligrosos del barrio El Progreso. Nadie quería hablar mucho; todos sabían lo que pasaba allí: drogas, robos, desapariciones.

Pasaron semanas sin noticias hasta que una madrugada tocaron la puerta con fuerza. Era Valeria, empapada y temblando:

—Camila… Lucía está mal…

Corrimos al hospital público. Allí estaba mi hermana: pálida, con moretones en los brazos y ojeras profundas. Había sufrido una sobredosis.

Me senté junto a su cama y le tomé la mano.

—¿Por qué llegaste tan lejos? —le susurré entre lágrimas.

Ella apenas pudo mirarme:

—Quería ayudarte… Quería ayudar a mamá… Pero todo salió mal…

La perdoné en ese instante porque entendí que su dolor era tan grande como el mío. Pero también supe que nada volvería a ser igual.

Lucía sobrevivió, pero nuestra familia quedó marcada para siempre. Papá nunca volvió; mamá envejeció diez años en unos meses; yo aprendí a vivir con una herida abierta y un miedo constante a perder lo poco que nos queda.

Hoy escribo esto porque necesito entender: ¿cómo se reconstruye una familia después de una traición así? ¿Cómo se perdona cuando el daño viene de quien más amas?

A veces me pregunto si alguna vez volveremos a ser hermanas como antes… ¿Ustedes creen que es posible sanar una herida hecha por la sangre misma?