Hoy eché a mi hijo y a mi nuera de la casa: el día que entendí que mi vida no es su hotel
—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Julián, con los ojos rojos de rabia y la voz quebrada.
Sentí que el corazón se me partía en dos, pero no podía dar marcha atrás. Mi nieta lloraba en brazos de Camila, mi nuera, mientras ella me miraba con ese rencor silencioso que aprendí a temer. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, como si el cielo también estuviera llorando por nosotros.
Nunca imaginé que llegaría este día. Yo, Marta Rodríguez, la madre que siempre tuvo la puerta abierta para todos, hoy estaba echando a mi propio hijo de la casa. ¿En qué momento mi hogar se convirtió en un campo de batalla?
Todo empezó hace dos años, cuando Julián perdió su trabajo en la fábrica textil. «Es solo por un tiempo, mamá. En lo que consigo algo mejor», me dijo, abrazándome fuerte. Camila estaba embarazada y yo no dudé ni un segundo en ofrecerles mi casa en el barrio San Martín, en las afueras de Puebla. «Aquí siempre tendrán un lugar», les aseguré. Pero ese «por un tiempo» se volvió eterno.
Al principio, me sentía útil. Cocinaba para ellos, cuidaba a la bebé cuando nació, hacía todo lo posible para que no les faltara nada. Pero los meses pasaron y Julián no buscaba trabajo con ganas. Camila tampoco ayudaba mucho; pasaba horas en el celular, chateando con sus amigas o viendo novelas. La casa empezó a sentirse más pequeña y pesada.
—¿Mamá, tienes para prestarme para el gas? —me preguntó Julián una noche.
—¿Otra vez? Ya te di para el gas la semana pasada —le respondí, tratando de no sonar molesta.
—Es que no alcanza… Tú sabes cómo está todo de caro —dijo bajando la mirada.
Empecé a notar que mis ahorros desaparecían poco a poco. El refrigerador siempre estaba vacío y yo era la única que lo llenaba. Las cuentas de luz y agua subieron porque nadie apagaba las luces ni cuidaba el agua. Cuando les pedía ayuda para limpiar o cocinar, Camila ponía mala cara y Julián se encerraba en su cuarto con la computadora.
Mis amigas del mercado me decían: «Marta, tienes que poner límites. No puedes cargar con todo tú sola». Pero yo sentía culpa. ¿Cómo iba a dejar a mi hijo en la calle? ¿Cómo iba a dejar a mi nieta sin techo?
Un día, mientras lavaba los platos, escuché a Julián decirle a Camila:
—Mi mamá ya está vieja, seguro pronto nos deja la casa.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que solo era una molestia esperando desaparecer?
Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que me quedé sin comer para que ellos tuvieran suficiente. Todas las veces que trabajé doble turno en la panadería para pagar los útiles escolares de Julián cuando era niño. ¿Y ahora esto?
Las discusiones se volvieron más frecuentes. Un día llegué temprano del trabajo y encontré a Camila gritándole a mi nieta porque había tirado jugo en el piso. La niña lloraba desconsolada y Camila ni siquiera intentó consolarla. Me acerqué y la abracé fuerte.
—No le grites así —le dije a Camila.
—¡No te metas! No es tu hija —me respondió con desprecio.
Esa fue la gota que derramó el vaso. Empecé a sentirme una extraña en mi propia casa. Ya no podía sentarme tranquila en la sala porque siempre había ropa tirada o juguetes por todos lados. Mis cosas desaparecían o se rompían y nadie se hacía responsable.
Una tarde, mientras tomaba café con mi vecina Lupita, le conté todo lo que estaba pasando.
—Marta, tienes derecho a vivir en paz —me dijo—. Tus hijos ya son adultos. No puedes sacrificarte toda la vida.
Esa frase me retumbó en la cabeza durante días. ¿De verdad tenía derecho a pensar en mí? ¿No era egoísmo?
La decisión llegó una mañana lluviosa. Me levanté temprano y vi que Julián y Camila seguían dormidos mientras yo preparaba el desayuno para todos. Mi nieta se acercó y me abrazó por detrás.
—Abue, ¿por qué siempre estás triste?
Sentí un nudo en la garganta. No podía seguir así.
Cuando Julián y Camila se levantaron, los llamé a la mesa.
—Necesito hablar con ustedes —dije con voz temblorosa pero firme—. Ya no puedo seguir manteniéndolos aquí. Tienen que buscar dónde vivir.
El silencio fue sepulcral. Julián me miró como si le hubiera clavado un cuchillo.
—¿Nos vas a echar? ¿A tu propio hijo?
—No los estoy echando —mentí—. Solo les pido que busquen su propio camino. Yo ya no puedo más.
Camila empezó a llorar y Julián me gritó cosas horribles: que era una mala madre, que los estaba abandonando como su papá nos abandonó a nosotras cuando él era niño. Sentí cada palabra como una puñalada, pero no cedí.
Empacaron sus cosas entre insultos y portazos. Mi nieta me abrazó antes de irse:
—¿Puedo venir a verte?
—Siempre tendrás un lugar aquí —le susurré al oído.
Ahora la casa está silenciosa. El eco de sus voces aún resuena en las paredes vacías. Me siento culpable, pero también aliviada por primera vez en años.
¿Hice bien al elegir mi paz sobre el sacrificio eterno? ¿Cuántas madres más viven atrapadas entre el amor y el abuso disfrazado de necesidad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?