Huella ajena en mi propio hogar: Un grito en la noche andina

—¡Mamá, te juro que yo no fui!— grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el viejo candado roto en mis manos temblorosas. La noche había caído sobre nuestro pequeño pueblo en las faldas de los Andes, y el viento silbaba entre las rendijas de la casa como si quisiera advertirme de algo. Mi madre, Rosa, me miró con esos ojos cansados que ya no creían en milagros ni en fantasmas.

—Ya basta, Lucía. Siempre con tus historias. Aquí nadie entra sin que yo me entere— respondió, dándose la vuelta para seguir cocinando el arroz con pollo que tanto le gustaba a mi hermano menor, Diego.

Pero yo sabía lo que había visto: huellas de botas embarradas en el corredor, una sombra moviéndose detrás del gallinero y ese olor a tabaco barato que no pertenecía a nadie de la casa. Desde hacía semanas sentía que algo no estaba bien, pero cada vez que lo mencionaba, mi familia me miraba como si estuviera perdiendo la razón.

En el pueblo de San Miguel de los Andes, todos se conocen. Las paredes son delgadas y los secretos, pesados. Cuando le conté a mi abuela Carmen lo que pasaba, ella solo suspiró y me acarició el cabello.

—A veces, mija, es mejor no saber quién camina en la oscuridad. Aquí la gente habla más de la cuenta y ayuda menos de lo que debería.

Pero yo no podía quedarme callada. Esa noche, después de cenar, esperé a que todos se durmieran y salí al patio con una linterna. El frío me caló hasta los huesos, pero el miedo era más fuerte. Caminé despacio, siguiendo las huellas frescas que se marcaban en el barro húmedo. De pronto, escuché un crujido detrás del cobertizo.

—¿Quién anda ahí?— pregunté con voz temblorosa.

Un silencio espeso me respondió. Sentí el corazón golpearme el pecho como un tambor desafinado. De repente, una figura salió corriendo entre los matorrales. No pude verle la cara, solo noté que era alguien alto y delgado, vestido con una chaqueta vieja.

Corrí de regreso a la casa y cerré la puerta con llave. Esa noche no dormí. Al día siguiente, intenté contarle todo a mi padre, don Ernesto, pero él solo negó con la cabeza.

—Lucía, aquí nadie tiene tiempo para inventar cuentos. Si sigues así, te voy a llevar donde el doctor Ramírez— me advirtió.

Me sentí sola. Más sola que nunca. En la escuela, mis amigas empezaron a evitarme; decían que estaba rara, que hablaba sola y veía cosas donde no las había. Los vecinos cuchicheaban cuando pasaba frente a sus casas. «La hija de Rosa está mal de la cabeza», decían.

Pero yo no podía rendirme. Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a lavar ropa en el río, vi algo brillar entre las piedras: era un encendedor rojo con las iniciales «J.M.» grabadas. Nadie en mi familia fumaba. Lo guardé en el bolsillo y esa noche lo examiné bajo la luz de la lámpara de queroseno.

Decidí enfrentar mis miedos y buscar respuestas. Empecé a observar más a los vecinos: don Julio siempre llegaba tarde a su casa y olía a tabaco; Martín, el hijo del panadero, tenía una chaqueta igual a la que vi aquella noche. Pero ¿por qué alguien del pueblo querría entrar a nuestra casa?

Una tarde lluviosa, escuché a mis padres discutir en voz baja:

—No quiero que Lucía siga inventando cosas— decía mi madre.

—¿Y si tiene razón?— respondió mi padre.— Últimamente han robado en otras casas…

Mi corazón dio un vuelco. ¡Por fin alguien me creía! Pero esa esperanza duró poco: al día siguiente desapareció el dinero que guardábamos para comprar los útiles escolares de Diego. Mi madre lloró toda la noche y mi padre me miró con desconfianza.

—¿Fuiste tú?— preguntó seco.

Sentí una rabia inmensa. ¿Cómo podían dudar de mí? Salí corriendo bajo la lluvia y me refugié en la pequeña capilla del pueblo. Allí encontré a doña Teresa, la vecina más vieja del lugar.

—A veces la gente prefiere culpar al inocente antes que aceptar que el peligro viene de adentro— me dijo con voz suave.— No pierdas la fe en ti misma.

Esa noche decidí quedarme despierta para vigilar. Cerca de las dos de la mañana escuché pasos en el patio. Me asomé por la ventana y vi al mismísimo Martín forzando la puerta trasera. Corrí a despertar a mi padre:

—¡Papá! ¡Es Martín! ¡Está aquí!

Esta vez sí me creyó. Salió corriendo con el machete en mano y logró ahuyentar al ladrón antes de que entrara. Llamaron a la policía y Martín fue detenido esa misma noche.

Pero el daño ya estaba hecho. Mi familia había dudado de mí; los vecinos seguían murmurando y yo sentía que algo dentro de mí se había roto para siempre. Aprendí que la confianza es frágil como el cristal y que poner límites es doloroso pero necesario.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces callamos por miedo a no ser creídos? ¿Cuántas veces dejamos que otros crucen nuestras fronteras solo por no enfrentar el conflicto? Ojalá alguien me hubiera escuchado antes… ¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu voz no valía nada frente a los tuyos?