Insomnio y Sabor a Cebolla: Una Noche de Reflexión en la Cocina

El cuchillo golpea la tabla con un ritmo frenético. Son las tres de la mañana y no puedo dormir. El insomnio me arrastra hasta la cocina, como tantas otras noches desde que Julián se fue. El olor de la cebolla frita se mezcla con el sudor frío de mis recuerdos. Me llamo Mariana, tengo 42 años y vivo en un departamento pequeño en el centro de Medellín. El silencio de la madrugada solo es interrumpido por el chisporroteo del aceite y el eco lejano de una sirena.

—¿Otra vez cocinando a estas horas, mamá? —pregunta Camila, mi hija mayor, asomándose con los ojos hinchados por el sueño y la rabia contenida.

No le respondo. Solo sigo cortando cebolla, como si pudiera picar también el dolor que me dejó su padre. Camila se sienta en la mesa, cruza los brazos y me mira con esa mezcla de reproche y compasión que tanto detesto.

—¿Por qué no lo superas ya? —me lanza, sin piedad.

La pregunta me atraviesa como un cuchillo afilado. ¿Por qué no lo supero? ¿Por qué cada noche vuelvo a repasar los mismos recuerdos, las mismas palabras, las mismas mentiras?

Julián llegó a mi vida cuando yo tenía 22 años. Era carismático, trabajador, y tenía esa sonrisa que podía convencer a cualquiera. Nos casamos rápido, demasiado rápido según mi mamá, pero yo estaba enamorada. Tuvimos dos hijos: Camila y Samuel. Durante años creímos ser una familia normal, hasta que una noche encontré los mensajes en su celular. Mensajes para otra mujer, mensajes llenos de promesas y secretos.

—¿Te acuerdas cuando papá nos llevaba a comer empanadas al parque? —pregunta Camila, rompiendo el silencio.

Asiento con la cabeza. Claro que me acuerdo. También recuerdo cómo él se quedaba mirando su teléfono mientras nosotros reíamos. Recuerdo cómo yo fingía no darme cuenta.

—¿Por qué nunca le gritaste? —insiste ella—. ¿Por qué nunca lo echaste?

Me detengo. El aceite empieza a humear y el olor se vuelve amargo. Apago la estufa y me siento frente a ella.

—Porque tenía miedo —le digo, bajito—. Miedo de quedarme sola, miedo de que ustedes me odiaran, miedo de no poder con todo.

Camila baja la mirada. Sé que ella también tiene miedo, aunque lo disfraza de enojo. Samuel, en cambio, se encierra en su cuarto y no habla del tema. Cada quien lidia con el dolor como puede.

La noche avanza y la ciudad parece dormida, pero mi mente sigue despierta. Me levanto y empiezo a preparar arepas, como si el acto de amasar pudiera devolverme algo de control sobre mi vida. Recuerdo las peleas silenciosas, las miradas esquivas, las noches en que Julián llegaba tarde y olía a perfume ajeno.

—¿Tú crees que él nos quería? —pregunta Camila de repente.

No sé qué responderle. ¿Se puede querer y traicionar al mismo tiempo? ¿Se puede amar a dos familias, dos vidas?

—Creo que sí —le digo al fin—. Pero no supo cómo hacerlo bien.

Camila suspira y se levanta para ayudarme con las arepas. Trabajamos en silencio, cada una perdida en sus pensamientos. Pienso en mi mamá, en cómo me advirtió tantas veces sobre Julián. Pienso en mi hermana Lucía, que siempre decía que yo era demasiado confiada.

De pronto, escuchamos un golpe en la puerta del cuarto de Samuel. Sale tambaleándose, con los ojos rojos.

—¿Van a pelear otra vez? —pregunta con voz temblorosa.

—No, hijo —le digo—. Solo estamos hablando.

Samuel se sienta con nosotros y toma una arepa caliente. Por un momento, somos solo tres personas tratando de sobrevivir a una noche difícil.

—Yo extraño a papá —admite Samuel—. Pero también me alegra que ya no griten.

Las palabras me duelen más que cualquier reproche. ¿Cuántas veces los hice testigos de mis lágrimas? ¿Cuántas veces los obligué a elegir entre su padre y yo?

La madrugada avanza y el insomnio no cede. Me levanto para preparar café y miro por la ventana: las luces de Medellín titilan como si fueran estrellas caídas. Pienso en todas las mujeres que ahora mismo están despiertas como yo, preguntándose dónde fallaron, qué más pudieron hacer.

Recuerdo cuando Julián me pidió perdón por primera vez. Lloró, juró que era un error, que no volvería a pasar. Yo le creí porque necesitaba creerle. Pero después vinieron más mentiras, más ausencias, más silencios incómodos en la mesa del desayuno.

—¿Y si nunca volvemos a ser una familia? —pregunta Samuel.

Me acerco y lo abrazo fuerte.

—Ya somos una familia —le susurro—. Solo que diferente.

Camila sonríe por primera vez en semanas. Me doy cuenta de que tal vez no todo está perdido. Tal vez esta noche interminable es solo el comienzo de algo nuevo.

El café está listo y lo sirvo en tres tazas desparejadas. Nos sentamos juntos en la mesa pequeña de la cocina, compartiendo el calor del café y el consuelo silencioso de estar juntos.

Pienso en Julián allá lejos, tal vez arrepentido o tal vez repitiendo los mismos errores con otra mujer. Pienso en mí misma hace veinte años: ingenua, llena de sueños y promesas rotas.

La cebolla frita ya no huele amarga; ahora es solo un aroma más en esta casa llena de cicatrices y esperanza.

Miro a mis hijos y me pregunto: ¿Cuánto tiempo más dolerá? ¿Será posible reconstruirnos después de tanto daño?

Quizás nunca tenga todas las respuestas, pero esta noche aprendí que incluso en medio del insomnio y el dolor, todavía podemos encontrar momentos de ternura y fortaleza.

¿Ustedes también han sentido ese vacío en medio de la noche? ¿Cómo han logrado seguir adelante cuando todo parece perdido?