Invertimos todo en nuestro hijo, y ahora somos para él unos fracasados

—¿Así que ahora somos unos fracasados para ti? —le pregunté a Sebastián, mi hijo, mientras temblaba de rabia y tristeza. Él ni siquiera me miró a los ojos. Estaba parado en la puerta del pequeño apartamento que compartimos desde que nació, con la maleta en la mano y la mirada perdida en el celular.

—Mamá, no es eso… sólo quiero vivir mi vida. No quiero seguir aquí, en este barrio, con estas limitaciones. Quiero algo mejor —dijo, casi susurrando, como si le diera vergüenza que los vecinos escucharan.

Mi esposo, Ricardo, estaba sentado en la mesa de la cocina, con las manos apretadas y los nudillos blancos. No decía nada. Yo sentía que el corazón se me partía en mil pedazos. ¿En qué momento nuestro hijo dejó de vernos como sus padres para vernos como un obstáculo?

Sebastián tiene veintitrés años. Desde pequeño fue nuestro orgullo: el primero en la familia en ir a la universidad, el niño que nunca nos dio problemas, el que siempre prometía volver a casa con buenas noticias. Ricardo y yo trabajamos toda la vida en cosas sencillas: él como mecánico en un taller del centro de Medellín, yo vendiendo arepas y empanadas en la esquina. Nunca tuvimos lujos, pero nunca faltó comida en la mesa ni amor en el hogar.

Cuando Sebastián entró a la universidad pública, lloré de felicidad. Recuerdo cómo le cosí a mano una mochila nueva porque no teníamos dinero para comprar una de marca. Él siempre me agradeció esos detalles… hasta hace poco.

Todo empezó a cambiar cuando Sebastián consiguió su primer trabajo formal en una empresa de tecnología. De repente, empezó a hablar diferente, a vestirse diferente, a mirar con desprecio las cosas sencillas de nuestra casa. Un día llegó diciendo que quería mudarse solo. Ricardo y yo lo entendimos: era natural que quisiera independencia. Pero lo que no esperábamos era lo que vino después.

—No quiero que vengan a visitarme sin avisar —nos dijo una noche, mientras cenábamos arroz con huevo y plátano maduro.

—¿Por qué? —preguntó Ricardo, tratando de sonar tranquilo.

—Porque… porque mis amigos son diferentes. No quiero que piensen que vengo de una familia pobre —respondió Sebastián, bajando la cabeza.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Tanto nos avergonzaba? ¿Todo lo que habíamos hecho por él no valía nada?

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Sebastián venía cada vez menos a casa. Cuando lo hacía, apenas hablaba con nosotros. Un día lo escuché hablando por teléfono con alguien:

—Mis papás son buena gente, pero no entienden nada del mundo real. Son conformistas…

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Ricardo me abrazó fuerte y me dijo:

—No te preocupes, amor. Es joven. Algún día entenderá todo lo que hicimos por él.

Pero yo ya no estaba tan segura.

Un domingo cualquiera, Sebastián vino a buscar unos papeles. Aproveché para hablarle cara a cara.

—Sebastián, ¿en qué fallamos? ¿Por qué te avergüenzas de nosotros?

Él me miró con ojos cansados.

—No es eso, mamá… Es que ustedes se conformaron con tan poco. Yo quiero más. Quiero viajar, tener un carro bueno, vivir en un barrio bonito…

—¿Y crees que nosotros no quisimos eso? —le dije casi gritando—. ¿Tú crees que no soñamos con darte todo? Pero la vida aquí es dura, hijo. Hicimos lo mejor que pudimos.

Ricardo intervino entonces:

—Sebastián, tú eres nuestro mayor orgullo. Pero si ahora piensas que somos un estorbo…

Sebastián se quedó callado. Tomó sus papeles y se fue sin despedirse.

Esa noche cenamos en silencio. Sentí que algo dentro de mí se había roto para siempre.

Pasaron los meses y Sebastián apenas nos llamaba. Nos enteramos por conocidos que había conseguido una novia de familia acomodada y que ahora iba a restaurantes caros y viajaba a Cartagena los fines de semana. Yo veía sus fotos en redes sociales y sentía una mezcla de orgullo y dolor: ahí estaba mi hijo, sonriendo en lugares donde yo nunca podría estar.

Un día recibí una llamada inesperada:

—Mamá… —era Sebastián, su voz temblaba—. ¿Puedo ir a casa?

No pregunté nada. Le dije que sí.

Llegó esa noche, empapado por la lluvia. Se sentó en la mesa y rompió a llorar como cuando era niño.

—Me echaron del trabajo… Mi novia me dejó… No tengo a dónde ir…

Lo abracé fuerte. Ricardo también lo abrazó.

—Esta siempre será tu casa —le dije—. Pase lo que pase.

Esa noche dormimos juntos en la sala, como cuando era pequeño y tenía miedo de las tormentas.

Al día siguiente desayunamos arepas con chocolate caliente. Sebastián estaba callado.

—Perdón por todo lo que dije… por cómo los traté —susurró—. Ahora entiendo lo difícil que es todo allá afuera.

Ricardo le puso una mano en el hombro:

—La vida enseña, hijo. Pero aquí siempre tendrás un lugar.

No sé si algún día Sebastián volverá a ser el mismo de antes o si nosotros podremos olvidar todo el dolor de estos meses. Pero aprendí algo: los hijos no nos pertenecen; sólo podemos darles alas y esperar que algún día recuerden quién les enseñó a volar.

¿Será que algún día nuestros hijos entienden realmente todo lo que hacemos por ellos? ¿O estamos condenados a ser invisibles cuando ya no nos necesitan?