Juegos caros: Entre la culpa y el perdón

—¡Valentina! ¿Qué hiciste? —grité, con la voz quebrada y el corazón en la garganta, mientras revisaba una vez más el estado de cuenta del banco en la pantalla de mi celular. El sudor frío me recorría la espalda. Eran las once de la noche y la casa olía a sopa fría y a desesperación. Mi esposa, Camila, me miraba desde la puerta de la cocina, con los ojos abiertos como platos y las manos temblorosas.

Valentina, mi hija de ocho años, estaba sentada en el sofá, abrazando su peluche favorito. Sus ojos grandes y oscuros se llenaron de lágrimas al ver mi expresión. —Papá… yo solo quería comprarle ropita nueva a mi personaje… No sabía que costaba tanto…

La cifra era absurda: más de 20 mil pesos argentinos gastados en menos de una semana. Todo nuestro ahorro para el alquiler, evaporado en gemas virtuales y trajes digitales. Sentí que el mundo se me venía abajo. En ese momento, no supe si gritar, llorar o salir corriendo.

—¡¿Cómo pudiste hacer esto?! —le reclamé, sin poder controlar el temblor en mi voz. Camila intervino, poniéndose entre nosotras.

—Julián, por favor… es una niña. No entiende…

—¡No entiende porque nosotros no le explicamos! —le respondí a Camila, con rabia dirigida tanto a ella como a mí mismo. ¿En qué momento dejamos que Valentina tuviera acceso a mi tarjeta? ¿Por qué nunca le enseñamos sobre el valor del dinero?

La noche se volvió interminable. Valentina lloraba bajito, repitiendo que lo sentía. Camila intentaba consolarla mientras yo daba vueltas por la casa como un león enjaulado. Afuera, los autos pasaban por la avenida Rivadavia como si nada hubiera pasado, como si mi vida no se estuviera desmoronando.

No dormí esa noche. Me senté en la mesa del comedor con la cabeza entre las manos, repasando cada decisión que nos había llevado hasta ahí. Recordé cuando le regalamos el celular a Valentina para que pudiera hacer videollamadas con sus abuelos en Córdoba durante la pandemia. Cómo después le descargamos ese juego de moda porque “todos los chicos lo tenían”. Cómo nunca revisamos los permisos ni configuramos los controles parentales.

A la mañana siguiente, llamé al banco. Me dijeron que no podían devolverme el dinero porque las compras eran legítimas. Llamé a la empresa del juego; me respondieron con un correo automático. Sentí una mezcla de impotencia y vergüenza. ¿Cómo iba a decirle a mi jefe que no podía pagar el alquiler este mes? ¿Cómo iba a mirar a Camila a los ojos?

Esa tarde, después de dejar a Valentina en la escuela pública del barrio, Camila y yo discutimos fuerte en la cocina.

—Siempre estás trabajando o preocupado por las cuentas —me dijo ella—. Yo también trabajo todo el día y no puedo estar encima de todo. Pero esto… esto es demasiado.

—¿Y qué querés que haga? ¡No puedo retroceder el tiempo! —le contesté, golpeando la mesa.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Sabíamos que ambos teníamos parte de culpa, pero no sabíamos cómo seguir adelante.

Esa noche, Valentina se acercó tímidamente mientras yo miraba el techo desde el sillón.

—Papá… ¿ya no me querés? —me preguntó con voz bajita.

Sentí un nudo en la garganta. Me arrodillé frente a ella y la abracé fuerte.

—Claro que te quiero, hija —le dije—. Pero estoy muy triste y enojado porque perdimos mucho dinero y ahora tenemos un problema grande…

—¿Podemos arreglarlo? —me preguntó con esperanza.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una nena de ocho años lo que significa perder los ahorros familiares? ¿Cómo enseñarle sobre responsabilidad sin romperle el corazón?

Los días siguientes fueron un infierno. Tuvimos que pedirle plata prestada a mi hermano Martín para pagar el alquiler. Camila vendió algunas cosas por MercadoLibre para juntar algo más. Yo trabajé horas extras haciendo repartos con la moto después de mi jornada en la oficina municipal.

Pero lo peor era el silencio entre nosotros tres. Valentina ya no jugaba con su celular; lo miraba con miedo, como si fuera una bomba a punto de explotar. Camila y yo apenas nos hablábamos más allá de lo necesario.

Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Valentina dibujando en su cuaderno. Me acerqué y vi que había hecho un dibujo de nuestra familia abrazada bajo un techo enorme.

—¿Eso es nuestra casa? —le pregunté.

Ella asintió.—Sí… aunque ahora no estamos tan juntos como antes…

Me quebré por dentro. Me senté a su lado y le propuse algo:

—¿Te gustaría ayudarme a entender cómo funcionan esos juegos? Así aprendemos juntos y vemos cómo evitar que esto pase otra vez.

Sus ojos brillaron por primera vez en días.—¿De verdad?

Esa noche nos sentamos los tres frente al celular. Valentina me explicó cada botón, cada compra posible, cada trampa del juego para tentarla a gastar más. Yo configuré todos los controles parentales posibles y le expliqué por qué era importante cuidar el dinero.

Poco a poco, fuimos reconstruyendo nuestra confianza. No fue fácil ni rápido. Tuvimos que hablar mucho sobre errores, perdón y límites. Aprendimos juntos sobre el peligro de los juegos en línea y sobre lo fácil que es perderse en un mundo virtual donde todo parece gratis pero nada lo es.

Hoy todavía estamos pagando las consecuencias de esa noche fatídica. Pero también aprendimos algo valioso: nadie nos enseña a ser padres en esta era digital; todos estamos aprendiendo sobre la marcha, cometiendo errores y tratando de reparar lo que parece irremediable.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias más estarán pasando por algo parecido sin animarse a hablarlo? ¿Cuántos padres sienten culpa y miedo por no poder proteger del todo a sus hijos? ¿Y ustedes… qué harían si estuvieran en mi lugar?