La billetera de mi esposo, mi prisión: Lucha por la libertad en un matrimonio helado

—¿Otra vez gastaste en el supermercado, Ivana? —La voz de Damián retumba en la cocina, fría como el piso de cerámica bajo mis pies descalzos. Siento el peso de su mirada, la misma que me ha seguido durante doce años, evaluando cada movimiento, cada respiro, cada billete que sale de su billetera.

No respondo. Aprieto la bolsa de pan contra el pecho y me obligo a mirar por la ventana, donde el sol de la Ciudad de México apenas logra colarse entre los edificios. Afuera, la vida sigue. Adentro, mi vida se ha detenido.

Damián revisa el recibo con una precisión quirúrgica. —¿Por qué compraste café de marca? ¿No ves que hay opciones más baratas? —Su tono es bajo, pero cada palabra es un golpe. Me siento pequeña, como si cada peso gastado fuera una traición.

No siempre fue así. Cuando nos conocimos en la universidad, él era divertido, soñador. Yo, llena de planes: quería ser maestra, viajar, escribir un libro. Pero la vida se fue llenando de cuentas, de rutinas, de silencios. Y el amor, ese amor que prometía libertad, se convirtió en una jaula invisible hecha de tarjetas de débito y permisos para salir.

Mi mamá siempre me decía: “Ivana, una mujer debe tener su propio dinero, su propio espacio”. Pero yo no escuché. Pensé que el amor todo lo podía. Ahora, cada vez que pido dinero para el mercado, para los útiles de los niños, para una simple salida con mis amigas, siento que estoy pidiendo permiso para existir.

—¿Por qué no trabajas? —me preguntó una vez mi hermana Lucía, cuando le conté entre lágrimas lo que pasaba. —No es tan fácil —le respondí—. Damián dice que los niños me necesitan en casa, que él puede con todo. Pero no es cierto. Lo que quiere es tenerme aquí, donde pueda vigilarme.

A veces, cuando los niños duermen y la casa queda en silencio, me siento en la sala y repaso mi vida. ¿En qué momento dejé de ser Ivana para convertirme en «la esposa de Damián»? ¿Cuándo fue que mis sueños se guardaron en el mismo cajón donde él guarda su billetera?

Una noche, después de una discusión por una factura del gas, Damián me dijo: —Si no te gusta, ahí está la puerta. Pero recuerda que sin mí no tienes nada. Ni casa, ni dinero, ni hijos. —Sentí el frío de esas palabras como un balde de agua helada. ¿De verdad no tengo nada? ¿O es él quien teme quedarse solo?

El control no es solo el dinero. Es la forma en que revisa mi celular, cómo pregunta con quién hablo, cómo decide a qué reuniones familiares vamos y a cuáles no. Es el silencio incómodo cuando le cuento a mis amigas lo que pasa y ellas bajan la mirada, porque todas conocen a alguien que vive lo mismo.

Un día, mi hijo menor, Emiliano, me preguntó: —Mamá, ¿por qué siempre estás triste? —No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a un niño que la tristeza se mete en los huesos cuando sientes que tu vida no te pertenece?

Empecé a escribir en un cuaderno escondido entre mis libros viejos. Escribía cartas a la Ivana de antes, la que soñaba con ser libre. Escribía listas de cosas que haría si pudiera salir: caminar sola por el parque, tomar un café sin mirar el reloj, volver a estudiar. Escribir era mi único escape.

Un viernes por la tarde, Lucía vino a visitarme. Me miró a los ojos y me dijo: —Ivana, tienes que salir de ahí. No puedes seguir viviendo así. Hay organizaciones que ayudan a mujeres como tú. No estás sola.

Esa noche, mientras Damián dormía, busqué en internet: “violencia económica”, “control en el matrimonio”, “cómo empezar de nuevo”. Leí historias de mujeres que habían logrado salir, que habían reconstruido sus vidas. Sentí miedo, pero también una chispa de esperanza.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Damián me preguntó: —¿Qué harás hoy? —Nada especial —respondí—. Solo quiero ir al parque con los niños.

—No gastes dinero —me advirtió—. Recuerda que no estamos para lujos.

En el parque, vi a otras mujeres riendo con sus hijos, hablando entre ellas. Me acerqué a una mamá del colegio y le conté un poco de mi situación. Me abrazó y me dijo: —No tienes por qué aguantar eso. Si necesitas ayuda, aquí estoy.

Esa tarde, por primera vez en años, sentí que no estaba sola. Que tal vez sí podía empezar de nuevo.

Esa noche enfrenté a Damián. —Quiero trabajar —le dije—. Quiero tener mi propio dinero.

Él se rió. —¿Y quién va a cuidar a los niños? ¿Quién va a hacer la comida? No seas ridícula.

—Puedo hacerlo todo —le respondí—. Y si no te gusta… ahí está la puerta.

Por primera vez vi miedo en sus ojos. Por primera vez sentí que tenía poder.

No fue fácil. Hubo más peleas, más silencios. Pero empecé a buscar trabajo desde casa. Empecé a ahorrar monedas en un frasco escondido. Empecé a hablar más con Lucía y con otras mujeres del barrio.

Hoy todavía vivo con Damián, pero ya no soy la misma Ivana de antes. Sé que el camino es largo y difícil. Sé que muchas mujeres viven lo mismo y tienen miedo de dar el primer paso.

Pero también sé que merezco ser libre. Que merezco decidir sobre mi vida y mi dinero. Que mis hijos merecen una madre feliz.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar que el control económico es amor? ¿Cuántas mujeres más tienen que vivir en silencio para que entendamos que la libertad también se construye desde el bolsillo?