La Canción de Ethan: Un Corazón Valiente en la Habitación 302
—¡Mamá, no quiero quedarme aquí! —grité, apretando la sábana con mis manos sudorosas, mientras el dolor me doblaba en dos. La habitación 302 del hospital San Gabriel olía a desinfectante y miedo. Afuera, la lluvia golpeaba la ventana con furia, como si quisiera entrar y llevarse mi angustia.
Mi mamá, Mariana, se sentó a mi lado. Sus ojos, hinchados de tanto llorar, intentaban sonreír. —Ethan, mi amor, solo será por unos días. El doctor dice que tienes que recuperarte, ¿sí?—. Su voz temblaba, pero trataba de ser fuerte por mí.
Tenía ocho años y nunca había sentido tanto dolor. La gastroenteritis me había dejado débil, con la boca seca y el cuerpo tembloroso. Cada vez que venía la enfermera, sentía miedo de las agujas y de los tubos que colgaban de mi brazo. Pero lo peor era la soledad. Extrañaba mi casa en el barrio de San Martín, los gritos de mis primos jugando fútbol en la calle, el olor a pan dulce que mi abuela preparaba los domingos.
Esa noche, mientras mamá me acariciaba el cabello, escuché a lo lejos una melodía. Era la canción que siempre ponía en mi cumpleaños: «Color Esperanza» de Diego Torres. No sé cómo, pero la enfermera Lucía la había puesto en su celular, quizás para animar a los niños del pasillo. Mi corazón dio un brinco.
—¿La escuchas, Ethan? —preguntó mamá, con una chispa de alegría en la voz—. Es tu canción favorita.
—¿Podemos cantarla? —susurré, sintiendo que la tristeza se hacía más pequeña.
Mamá asintió, y juntas nuestras voces llenaron la habitación. Al principio, mi voz era débil, pero poco a poco, la música me dio fuerza. Empecé a mover los pies, aplaudir, y hasta la enfermera Lucía entró bailando, haciendo reír a los otros niños. Por un momento, el dolor desapareció. Solo existía la melodía, la esperanza, y el amor de mi mamá.
Pero la vida en el hospital no era solo canciones. Al día siguiente, escuché a mis padres discutir en el pasillo. Papá, Ernesto, había perdido su trabajo en la fábrica de autopartes hacía dos meses. El dinero no alcanzaba para los medicamentos ni para la comida. —No sé cómo vamos a pagar esto, Mariana —decía él, con la voz rota—. Ya vendí la moto y la tele. ¿Qué más quieres que haga?
Mamá lloraba en silencio. Yo fingía dormir, pero cada palabra me dolía más que cualquier aguja. Sentí culpa. Si no estuviera enfermo, papá no tendría que vender nada. Si pudiera ser fuerte, como mi primo Javier, que nunca se enfermaba, todo sería diferente.
Esa tarde, la doctora Salazar entró con cara seria. —Ethan, los análisis no están mejorando. Tendremos que quedarnos más tiempo—. Vi a mamá apretar los labios, tragándose las lágrimas. Yo solo asentí, sintiendo que la esperanza se me escapaba entre los dedos.
Pasaron los días. Algunos niños se iban, otros llegaban. Hice amistad con Camila, una niña de mi edad que tenía leucemia. Ella siempre sonreía, aunque estaba más pálida que yo. —¿Sabes qué hago cuando tengo miedo? —me dijo una noche—. Canto fuerte, aunque desafine. Así el miedo se asusta y se va.
Esa noche, Camila y yo organizamos un pequeño concierto en la habitación 302. Mamá grabó un video con su celular viejo. Cantamos «Color Esperanza» tan fuerte que hasta los doctores vinieron a vernos. Por primera vez en semanas, reí de verdad.
El video se hizo viral en el barrio. Los vecinos empezaron a mandar mensajes de apoyo. Mi abuela llegó con una caja de empanadas y una alcancía llena de monedas que había juntado la gente de la iglesia. Papá sonrió por primera vez en mucho tiempo.
Pero la batalla no terminó ahí. Una noche, mientras mamá dormía en la silla y yo miraba las luces de la ciudad desde la ventana, sentí un dolor fuerte en el pecho. Llamé a la enfermera y todo se volvió confuso: gritos, médicos corriendo, luces blancas. Pensé que iba a morir.
Desperté horas después, con mamá llorando y papá abrazándome. —No te vayas, Ethan —decía ella—. Eres nuestro milagro.
Me aferré a su mano y, aunque apenas podía hablar, susurré: —Pon la canción, mamá. Quiero escucharla una vez más.
La música llenó la habitación. Cerré los ojos y sentí que volaba lejos del hospital, lejos del dolor. Vi a mis amigos, a mi abuela, a Camila bailando conmigo bajo el sol del barrio. Sentí que podía vencer cualquier cosa si tenía esperanza.
Hoy, meses después, sigo luchando. A veces el miedo vuelve, pero ya no me paraliza. Aprendí que la alegría puede encontrarse incluso en los peores momentos, y que una canción puede ser más poderosa que cualquier medicina.
¿Alguna vez han sentido que una simple melodía les devolvió la vida? ¿Qué harían ustedes para no perder la esperanza cuando todo parece oscuro?