La carta que rompió mi vida: Cuando mi madre me exigió manutención

—¿Por qué ahora, mamá? —grité al teléfono, con la carta temblando en mis manos sudorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de mi pequeño departamento en Ciudad de México, como si quisiera ahogar mis sollozos. No había hablado con ella en más de quince años, desde aquella tarde en que se fue sin mirar atrás, dejándonos a mis hermanos y a mí al cuidado de mi abuela.

La carta llegó un martes cualquiera, entre cuentas y publicidad. Reconocí su letra enseguida: grande, apretada, como si cada palabra le costara trabajo. «Querida Lucía», empezaba, pero no había nada de cariño en esas líneas. «Por la situación económica en la que me encuentro, te exijo que cumplas con tu obligación como hija y me envíes una pensión mensual». Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Obligación? ¿Después de todo este tiempo?

Mi hermano menor, Diego, fue el primero en enterarse. Lo llamé esa misma noche.

—¿Te llegó también a ti? —preguntó con voz cansada.

—No lo puedo creer, Diego. ¿Qué clase de madre hace esto?

—La nuestra —respondió él, seco, como si ya no le quedaran lágrimas.

Crecimos juntos en la casa de la abuela Rosa, en Iztapalapa. Mamá se fue cuando yo tenía nueve años y Diego apenas seis. Decía que no podía más con la pobreza ni con los gritos de papá. Pero nunca volvió por nosotros. La abuela nos enseñó a sobrevivir: a vender tamales los domingos, a remendar la ropa hasta el cansancio, a no esperar nada de nadie.

Aun así, yo soñaba con que algún día mamá regresara. Imaginaba que tocaría la puerta con una sonrisa y nos abrazaría fuerte. Pero los años pasaron y solo llegaron rumores: que vivía en Veracruz, que tenía otra familia, que estaba enferma o en la cárcel. Nunca supe la verdad.

Ahora, después de todo ese silencio, me exigía dinero. No una disculpa, no una explicación. Solo dinero.

Esa noche no dormí. Recordé las veces que me faltó para los útiles escolares, las veces que lloré por no tener a quién contarle mis miedos. Recordé cómo aprendí a ser fuerte porque no tenía otra opción.

Al día siguiente fui a ver a mi abuela. Ella estaba sentada en su sillón favorito, tejiendo una bufanda para el invierno.

—Abuela, ¿sabías que mamá quiere que le mande dinero?

Ella suspiró hondo y dejó el tejido sobre sus piernas.

—Hija, tu madre nunca supo ser madre. Pero sigue siendo tu sangre.

—¿Y eso qué importa? ¿Acaso la sangre paga el abandono?

La abuela me miró con esos ojos llenos de historias tristes.

—Aquí en México, la familia lo es todo. Pero también hay heridas que nunca cierran.

No supe qué responderle. Sentí rabia y culpa al mismo tiempo. ¿Era yo una mala hija por negarme? ¿O era ella una mala madre por pedirlo?

Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas y mensajes entre mis hermanos y yo. Mi hermana mayor, Mariana, vive en Monterrey y apenas puede mantener a sus dos hijos.

—No puedo creer que tenga el descaro —me dijo por WhatsApp—. Apenas salgo adelante y ahora esto.

Diego estaba igual de indignado.

—Si le damos dinero ahora, nunca va a parar —decía—. Siempre va a querer más.

Pero también había miedo. En México, la ley puede obligar a los hijos a mantener a sus padres si estos lo solicitan legalmente. ¿Y si nos demandaba? ¿Y si nos obligaban a pagarle?

Una tarde recibí otra carta. Esta vez era más fría, casi legal: «Si no recibo respuesta en quince días, procederé por la vía judicial». Sentí un nudo en el estómago. No tenía dinero extra; apenas ganaba lo suficiente como secretaria en una clínica privada.

Esa noche soñé con ella: estaba sentada frente a mí, envejecida y cansada, pero sus ojos seguían siendo duros. Me miraba como si yo le debiera algo imposible de pagar.

Decidí buscarla. Tomé un autobús rumbo a Veracruz con el corazón hecho trizas y una rabia sorda que me quemaba por dentro. El viaje fue largo; cada kilómetro era un repaso por mi infancia rota.

La encontré viviendo en una casa humilde cerca del puerto. Cuando abrió la puerta y me vio, se quedó muda unos segundos.

—Lucía… —susurró— No pensé que vendrías.

—¿Por qué me haces esto? —le solté sin saludarla— ¿Por qué ahora?

Se sentó en una silla desvencijada y bajó la mirada.

—No tengo nada —dijo—. Estoy enferma y sola. Nadie me ayuda.

—¿Y nosotros? ¿Quién nos ayudó cuando tú te fuiste?

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no supe si eran de arrepentimiento o solo de miedo al abandono.

—No supe cómo ser madre —admitió—. Me equivoqué mucho… Pero ahora no tengo a nadie más.

Sentí lástima y enojo al mismo tiempo. Quise abrazarla y golpearla; quise perdonarla y odiarla para siempre.

Regresé a casa sin respuestas claras ni soluciones fáciles. Mis hermanos y yo decidimos ayudarla con lo poco que podíamos juntar entre los tres; no por obligación legal ni por amor incondicional, sino porque sabíamos lo que era estar solos en este mundo cruel.

A veces me pregunto si los hijos estamos destinados a pagar las deudas emocionales de nuestros padres… ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?