La Casa de la Calle Magnolia: Herencias, Secretos y Desarraigo
—Mamá, ya lo hablamos. Es lo mejor para todos. Tú podrías mudarte a un departamento más pequeño, y nosotros podríamos usar lo que sobre para el enganche de nuestro depa.
El sonido de la lluvia golpeando los ventanales de la sala me retumba en el pecho. Emiliano está parado frente a mí, con la mirada baja, como si supiera que está a punto de romper algo sagrado. Yo aprieto el borde del sillón, sintiendo cómo la tela se arruga bajo mis dedos.
—¿Madelaine te metió esta idea en la cabeza? —escupo las palabras antes de poder detenerme—. ¡Eso nos faltaba! Solo porque no me llevo con ella no significa que tenga que vender la casa. Esta casa es mi vida, Emiliano.
Él suspira, se pasa la mano por el cabello mojado. Afuera, los autos tocan el claxon y el olor a tierra mojada entra por la ventana entreabierta.
—Es nuestra casa, mamá. Papá nos la dejó a los dos. Aunque digas que te la dejó a ti, sabes bien que también es mía. Nadie me obligó a nada. Solo… me doy cuenta de que ya no tiene sentido que sigas aquí sola, con todos esos cuartos vacíos.
Me quedo callada. Siento un nudo en la garganta. La casa de la calle Magnolia ha sido mi refugio desde que tu papá murió hace siete años. Aquí crié a Emiliano y a su hermana Lucía, aquí celebramos quinceañeras, navidades y hasta velorios. Cada rincón guarda un secreto, una risa, una herida.
—¿Y Lucía? ¿Ya le preguntaste? —pregunto, buscando un aliado en mi hija menor.
—Lucía está de acuerdo —responde Emiliano, sin mirarme a los ojos—. Dice que tú necesitas algo más sencillo y que nosotros podríamos aprovechar el dinero para dejar de rentar.
Siento una traición sorda. Lucía vive en Monterrey desde hace años, apenas llama para Navidad o cuando necesita dinero. ¿Cómo puede decidir sobre mi vida desde tan lejos?
—¿Y si no quiero vender? —mi voz tiembla, pero no cedo.
Emiliano se encoge de hombros.
—Mamá, no podemos seguir así. Madelaine está embarazada. Necesitamos estabilidad. Tú podrías estar mejor en un lugar donde no tengas que subir escaleras ni preocuparte por el jardín…
La palabra “embarazada” me golpea como un balde de agua fría. No sabía nada. Me doy cuenta de que me estoy quedando atrás en la vida de mi propio hijo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunto, sintiendo una mezcla de alegría y rabia.
—Porque siempre estás ocupada con tus plantas o tus amigas del club —dice Emiliano, casi reprochando—. No quería pelear.
Me levanto del sillón y camino hacia la ventana. Veo el árbol de jacaranda que plantó tu papá cuando naciste. Pienso en todas las veces que te caíste de esa bicicleta azul y yo salí corriendo a curarte las rodillas.
—¿Sabes lo que significa esta casa para mí? —digo sin girarme—. Aquí enterré a tu abuela en el patio trasero porque era su último deseo. Aquí tu papá me pidió matrimonio bajo esa lámpara vieja del comedor. ¿De verdad crees que puedo dejar todo eso atrás?
Emiliano se acerca y pone una mano en mi hombro.
—Mamá… los recuerdos no están en las paredes. Están en nosotros.
Me giro y lo miro a los ojos por primera vez en años. Veo al niño que fui capaz de proteger de todo, menos del tiempo y sus propias decisiones.
—¿Y si vendemos? ¿Qué pasará con todo esto? —señalo las fotos familiares, los muebles antiguos, el tapete persa que heredé de mi madre.
—Podemos llevarnos lo importante —dice él—. Lo demás… es solo cosa.
Pero no es solo cosa. Es mi vida entera.
Esa noche no duermo. Escucho los pasos del pasado recorriendo el pasillo: la risa de Lucía jugando a las escondidas, el eco de las discusiones con tu papá cuando apenas teníamos para pagar la luz, el llanto ahogado cuando recibí la noticia del accidente.
Al día siguiente, Madelaine viene a desayunar con nosotros. Su barriga apenas se nota bajo el vestido floreado.
—Señora Teresa —dice con voz suave—, sabemos que es difícil, pero queremos que forme parte de nuestra nueva familia. Puede venir a vivir con nosotros si quiere…
La miro con desconfianza. Siempre fue distante conmigo, como si yo fuera una amenaza para su felicidad con Emiliano.
—Gracias, Madelaine —respondo cortante—, pero no necesito caridad.
Emiliano interviene:
—No es caridad, mamá. Es familia.
Me siento sola en esa mesa enorme donde antes faltaban sillas para tantos invitados. Ahora sobra espacio y falta amor.
Los días pasan entre visitas de agentes inmobiliarios y llamadas de Lucía desde Monterrey:
—Mamá, piensa en ti por una vez —me dice al teléfono—. Ya no tienes edad para cuidar una casa tan grande.
Pero nadie piensa en lo que pierdo yo: mis raíces, mi historia, mi identidad.
Una tarde encuentro a Emiliano en el estudio revisando papeles viejos.
—¿Qué buscas? —pregunto.
—El testamento de papá —responde sin levantar la vista—. Quiero asegurarme de que todo esté en orden antes de poner la casa en venta.
Siento una punzada en el pecho. Recuerdo la última vez que vi a tu papá vivo: sentado en ese mismo escritorio, escribiendo cartas que nunca supe si eran para mí o para otra mujer.
Esa noche sueño con él. Me dice al oído: “No te aferres a las paredes; aférrate al amor”. Me despierto llorando como una niña perdida.
El día de la firma llega demasiado rápido. El notario es un hombre serio llamado Don Ramiro; su acento del norte me recuerda a mi infancia en Sonora.
—¿Está segura, señora Teresa? —me pregunta mientras me pasa los papeles.
Miro a Emiliano y Madelaine tomados de la mano. Pienso en el bebé que viene en camino y en todo lo que he perdido por miedo al cambio.
Firmo con mano temblorosa. Siento que traiciono a mi pasado pero también abro una puerta al futuro.
Esa noche ceno sola por última vez en la casa de Magnolia 47. Miro las paredes vacías y me pregunto si algún día podré sentirme en casa otra vez.
¿Vale la pena sacrificar nuestras raíces por los sueños de los hijos? ¿O acaso llega un momento en que debemos soltar para poder vivir?