La casa prometida: Entre el amor y la traición familiar

—¿Por qué no me lo dijiste antes, mamá? —le grité, la voz quebrada, mientras el eco de la fiesta de mi boda aún vibraba en las paredes de la casa.

Mi nombre es Mariana Torres. Crecí en una casita de barrio en las afueras de Medellín, donde los domingos olían a arepas y café recién hecho. Mi mamá, Lucía, siempre fue el pilar de nuestra familia. Mi papá, don Ernesto, un hombre callado pero noble, trabajaba largas jornadas en la fábrica para que nunca nos faltara nada. Desde pequeña, soñé con casarme en el patio de esa casa, bajo el limonero que plantó mi abuela cuando nació mi mamá.

Cuando conocí a Andrés, supe que era el hombre con quien quería compartir mi vida. Él venía de una familia humilde también, pero con sueños grandes. Durante nuestro noviazgo, mamá nos prometió que cuando nos casáramos, la casa sería nuestra. “Ustedes necesitan empezar bien —decía—. Yo me iré a vivir con tu tía Rosa en Envigado. La casa es para ustedes”.

Esa promesa fue nuestro ancla. Andrés y yo ahorramos cada peso para la boda, confiando en que no tendríamos que preocuparnos por alquiler ni hipotecas. Hablábamos de pintar las paredes de azul claro y poner una hamaca en el corredor. Mi papá sonreía tímido cada vez que hablábamos del futuro.

Pero todo cambió la noche después de la boda. Apenas los últimos invitados se fueron y las luces del patio se apagaron, mamá me llamó a la cocina. Tenía los ojos hinchados y una carta arrugada en la mano.

—Mariana, necesito hablar contigo —dijo con voz temblorosa.

Me senté frente a ella, aún con el vestido blanco arrugado y los pies descalzos. Andrés entró detrás de mí, preocupado.

—Voy a divorciarme de tu papá —soltó de golpe—. Y… he decidido quedarme en la casa. No puedo irme ahora. Lo siento.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Andrés apretó mi mano, pero yo no podía mirarlo. ¿Cómo podía ser? ¿Después de todo lo que habíamos planeado? ¿Después de prometerlo tantas veces?

—¿Y nosotros? ¿Dónde vamos a vivir? —pregunté entre lágrimas.

Mamá bajó la mirada. —No sé… pero necesito este espacio ahora más que nunca. Tu papá se irá con tu tío Álvaro por un tiempo.

La rabia me quemaba por dentro. Recordé todas las veces que mamá me habló de sacrificio y familia. ¿Y ahora nos dejaba así? Andrés intentó calmarme.

—Doña Lucía, nosotros confiamos en su palabra… —dijo él suavemente—. Ya no tenemos ahorros para buscar otro lugar.

Mamá lloró en silencio. No tenía respuestas. Esa noche dormimos en el cuarto que fue mío desde niña, pero ya nada era igual.

Los días siguientes fueron un infierno. Papá hizo las maletas sin decir palabra, sus ojos llenos de tristeza. Yo sentía una mezcla de compasión y enojo hacia ambos. Andrés buscaba trabajo extra para poder pagar un arriendo improvisado. Mi tía Rosa llamaba todos los días para preguntar qué pasaba.

En el barrio, los vecinos murmuraban. “¿Supiste lo de Lucía? Dicen que Mariana se quedó sin casa”, escuché una tarde mientras compraba pan. Sentí vergüenza y rabia a partes iguales.

Intenté hablar con mamá varias veces. Le pedí que reconsiderara, que pensara en nosotros como ella siempre decía que hacía todo por la familia.

—No entiendes lo que es vivir tantos años sintiéndote sola —me respondió una noche—. Tu papá y yo ya no somos los mismos. Esta casa es lo único que siento mío ahora.

Me dolió escucharla, pero también me hizo pensar en todo lo que callamos las mujeres en esta familia: los sueños postergados, los sacrificios invisibles.

Andrés y yo nos mudamos a un pequeño apartamento en Bello, lejos del barrio donde crecí. Las paredes eran frías y el ruido de los buses no me dejaba dormir. Extrañaba el limonero, las risas de mi papá en el patio, hasta las peleas tontas por quién lavaba los platos.

Pasaron los meses y la relación con mamá se volvió distante. Solo hablábamos por mensajes cortos: “¿Cómo estás?”, “¿Necesitas algo?”. Yo sentía un vacío enorme cada vez que pensaba en ella.

Un día recibí una llamada inesperada de mi papá.

—Hija, ¿puedo visitarte?

Cuando llegó al apartamento, lo vi más viejo y cansado. Nos sentamos a tomar café y por primera vez habló abiertamente:

—Tu mamá tiene derecho a buscar su felicidad… pero también debió pensar en ustedes. Yo tampoco supe cómo manejarlo.

Lloramos juntos esa tarde. Me di cuenta de que todos estábamos heridos, cada uno a su manera.

Hoy sigo luchando por perdonar a mi mamá. A veces pienso que nunca podré hacerlo del todo. Andrés me apoya, pero sé que él también guarda resentimiento.

A veces paso por la vieja casa y veo a mamá regando las plantas sola en el patio. Me pregunto si ella también siente ese vacío.

¿Es posible reconstruir una familia después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca sanan? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?