La casa que construí para mi hija: ¿Quién tiene derecho a los sueños ajenos?
—¡No puede ser, Lucía! ¿Cómo que quieren vender la casa? —grité, sintiendo cómo la rabia y el miedo me apretaban el pecho. Mi hija bajó la mirada, jugando nerviosamente con las llaves de la cocina. Afuera, el sol de la tarde caía sobre el patio que yo misma había sembrado de bugambilias cuando ella tenía apenas seis años.
Nunca imaginé que llegaría este día. Cuando Lucía era niña y su papá nos dejó, juré que nada le faltaría. Trabajé en casas ajenas, limpiando pisos y cuidando niños en Monterrey, mientras ella hacía la tarea sentada en una esquina del comedor. Cada peso que ganaba lo guardaba en una lata de galletas, soñando con el día en que pudiera entregarle las llaves de su propio hogar.
Años después, cuando por fin logré comprar aquel terreno en la colonia Independencia, lloré de alegría. Construí la casa poco a poco: primero los cimientos, luego los cuartos, y finalmente ese pequeño jardín donde Lucía aprendió a andar en bicicleta. Recuerdo cómo elegimos juntas los azulejos de la cocina y cómo, con mis ahorros, compré los muebles de segunda mano pero llenos de historia.
Lucía creció, estudió enfermería y conoció a Daniel. Al principio me cayó bien: trabajador, educado, siempre con una sonrisa para mí. Se casaron en la iglesia del barrio y les entregué la casa como regalo de bodas. Pensé que era el final feliz que tanto había soñado.
Pero hace dos semanas, Daniel llegó con una propuesta que me heló la sangre.
—Suegra, estamos pensando en vender la casa. Queremos mudarnos a un fraccionamiento más moderno, cerca del trabajo de Lucía —dijo, como si hablara de cambiar de celular.
—¿Venderla? —repetí, sintiendo cómo se me nublaba la vista—. Esta casa es el esfuerzo de toda mi vida.
Lucía no dijo nada. Sólo apretó los labios y evitó mi mirada. Esa noche no pude dormir. Me preguntaba si había hecho mal en poner la casa a nombre de ambos por igual, confiando en que el amor y la gratitud serían suficientes para proteger lo que tanto costó construir.
Los días siguientes fueron un infierno. Daniel insistía en que era lo mejor para todos: “La zona ya no es segura, suegra. Allá hay alberca, vigilancia… Piensa en los niños cuando lleguen”. Pero yo sólo veía cómo mi sacrificio se desmoronaba frente a mis ojos.
Una tarde, mientras regaba las plantas del jardín, Lucía se acercó en silencio.
—Mamá… Daniel tiene razón. Allá estaríamos mejor —dijo con voz temblorosa.
—¿Y todo lo que hice por ti? ¿No significa nada? —le pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
—Claro que sí, mamá. Pero ahora tengo mi propia familia…
Me dolió escuchar esas palabras. ¿En qué momento dejé de ser su familia principal? ¿En qué momento mis sueños dejaron de importar?
Esa noche discutimos fuerte. Daniel levantó la voz y me acusó de querer controlar sus vidas. Lucía lloró y me suplicó que entendiera. Yo sólo podía pensar en las noches sin dormir, en las manos agrietadas por el cloro y el jabón, en los años ahorrando cada moneda para ese techo.
Mi hermana Carmen vino a visitarme al día siguiente. Me abrazó fuerte y me dijo:
—No te desgastes, hermana. Los hijos crecen y hacen su vida. Pero uno nunca deja de ser madre.
—¿Y entonces? ¿Debo dejar que vendan todo por lo que luché?
—Tal vez debas pensar en ti también —me respondió—. Has dado todo por Lucía. Ahora te toca vivir tu propia vida.
Pero ¿cómo hacerlo si siento que me arrancan una parte del alma?
Los vecinos empezaron a murmurar. “Pobre Doña Teresa”, decían en la tienda. “Después de tanto sacrificio…”. Algunos me aconsejaron pelear legalmente por la casa; otros dijeron que debía dejar ir y confiar en Lucía.
Una noche escuché a Daniel hablando por teléfono:
—Sí, ya casi está lista la venta… No, no creo que mi suegra cause problemas…
Sentí una puñalada en el pecho. ¿De verdad pensaba deshacerse de mí tan fácilmente?
Al día siguiente enfrenté a Lucía:
—¿De verdad quieres vender? ¿Y si yo no estoy de acuerdo?
Ella rompió a llorar.
—No sé qué hacer, mamá… Daniel dice que es lo mejor… Pero yo no quiero perderte ni perder esta casa…
Por primera vez vi el miedo en sus ojos. No era sólo mi sacrificio lo que estaba en juego; era también su propia felicidad atrapada entre dos amores: el de su madre y el de su esposo.
Esa noche recé como nunca antes. Pedí fuerzas para aceptar lo inevitable o sabiduría para luchar por lo justo. Recordé a mi propia madre diciéndome: “El amor de madre es dar sin esperar nada a cambio”. Pero ¿es justo perderlo todo por amor?
Hoy sigo sin saber qué hacer. La casa sigue aquí, llena de recuerdos y fantasmas del pasado. Lucía viene menos seguido; Daniel apenas me saluda. El silencio pesa más que cualquier discusión.
A veces me pregunto: ¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos? ¿O llega un momento en que debemos pensar también en nosotros mismos?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Dejarían ir la casa o lucharían por lo que tanto costó construir?