La culpa ajena: Cuando la familia se convierte en campo de batalla

—¡Tú tienes la culpa, Lucía! Si mi hija no tiene qué comer es por tu culpa, por tu egoísmo —me gritó Naomi, su voz quebrada y los ojos llenos de rabia y lágrimas. Sentí cómo el aire se volvía denso en la sala de la casa de mi suegra, donde todos los domingos nos reuníamos a comer, como si la costumbre pudiera tapar las grietas que el tiempo y los secretos habían abierto en nuestra familia.

Mi esposo, Andrés, estaba sentado a mi lado, con la mandíbula apretada y la mirada fija en el suelo. No dijo nada. Nadie lo hizo. Ni mi suegra, ni mis cuñados, ni siquiera los niños que jugaban en el patio se atrevieron a romper ese silencio incómodo. Solo se escuchaba el zumbido del ventilador y el llanto ahogado de Naomi.

No era la primera vez que Naomi me culpaba de sus desgracias, pero esta vez sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Por qué tenía que cargar con una responsabilidad que no era mía? ¿Por qué todos parecían aceptar su versión sin cuestionarla?

La historia comenzó meses atrás, cuando Naomi llegó llorando a casa de su madre, con su hija Valentina en brazos y una maleta vieja. Su esposo, Julián, la había echado de la casa después de descubrir que Valentina no era su hija biológica. El rumor corrió rápido por el barrio: Naomi había tenido una aventura con un hombre casado del pueblo vecino y, fruto de esa relación, nació Valentina. Nadie hablaba del tema abiertamente, pero todos lo sabían.

Desde entonces, Naomi vivía con su madre y dependía de la ayuda de todos para sobrevivir. Yo siempre traté de ayudarla: le llevaba comida, ropa para Valentina, incluso le conseguí un trabajo limpiando casas. Pero nada era suficiente para ella. Siempre encontraba una razón para reclamarme o hacerme sentir culpable.

—¿Por qué no le das más a mi hija? Tú tienes dos trabajos, Lucía. No te cuesta nada —me decía cada vez que podía.

Yo intentaba explicarle que también tenía mis propios problemas: Andrés llevaba meses sin trabajo estable y nuestros hijos necesitaban muchas cosas. Pero Naomi no quería escuchar razones. Para ella, yo era la causa de todos sus males.

Una tarde, mientras lavaba los platos en mi casa, Andrés entró a la cocina con el ceño fruncido.

—¿Por qué no ayudas más a Naomi? Es mi hermana —me dijo sin mirarme a los ojos.

Sentí una punzada en el pecho. ¿También él pensaba que yo era egoísta?

—Andrés, hago lo que puedo. Pero no puedo cargar con todo —le respondí, tratando de controlar las lágrimas.

Él suspiró y salió sin decir nada más. Desde ese día, nuestra relación se volvió tensa. Apenas hablábamos y cuando lo hacíamos era para discutir sobre Naomi o sobre el dinero que no alcanzaba.

Una noche, después de una discusión especialmente fuerte, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Me pregunté si realmente era una mala persona por no poder ayudar más a Naomi y a Valentina. Me sentí sola, incomprendida y agotada.

Las cosas empeoraron cuando mi suegra enfermó y tuvimos que turnarnos para cuidarla. Naomi se negó a ayudar alegando que tenía que cuidar a Valentina y buscar trabajo. Todo recayó sobre mí y sobre mi otra cuñada, Mariana. Pero cuando las cosas salían mal, Naomi siempre encontraba la manera de culparme.

—Si mamá está peor es porque Lucía no sabe cuidarla —le dijo un día a Mariana, creyendo que yo no escuchaba.

Mariana me defendió:

—Naomi, deja de culpar a Lucía por todo. Ella hace más que cualquiera aquí.

Pero Naomi solo se encogió de hombros y siguió con su discurso victimista.

Un domingo, mientras preparábamos la comida familiar, Valentina se acercó a mí con los ojos tristes.

—Tía Lucía, ¿por qué mi mamá siempre está enojada contigo?

Me arrodillé para estar a su altura y le acaricié el cabello.

—A veces los adultos nos enojamos porque estamos tristes o asustados. Pero tú no tienes la culpa de nada, mi amor —le dije con un nudo en la garganta.

Ese día decidí hablar con Naomi. La busqué en el patio mientras fumaba un cigarro y miraba al horizonte.

—Naomi, tenemos que hablar —le dije con voz firme.

Ella me miró con desconfianza.

—¿Ahora qué quieres? ¿Venir a decirme que soy una mala madre?

Negué con la cabeza.

—No vengo a juzgarte. Solo quiero entender por qué me odias tanto. Yo he tratado de ayudarte siempre que he podido.

Naomi soltó una carcajada amarga.

—¿Ayudarme? ¿Tú crees que darme sobras o conseguirme trabajos miserables es ayudarme? Tú tienes todo: un esposo que te quiere, hijos sanos… Yo solo tengo problemas y tú te crees mejor que yo.

Sentí rabia e impotencia.

—No me creo mejor que nadie. Pero tampoco voy a dejar que me sigas culpando por tus errores. Todos cometemos errores, Naomi. Pero tienes que asumir los tuyos —le dije con lágrimas en los ojos.

Ella apagó el cigarro y me miró fijamente.

—¿Y tú crees que es fácil? ¿Crees que no me duele ver a mi hija pasar hambre? Pero nadie me ayuda de verdad… Todos me juzgan —susurró antes de irse adentro.

Esa noche dormí mal. Soñé con Valentina llorando y pidiéndome comida mientras Naomi me gritaba insultos. Al despertar, sentí una mezcla de tristeza y enojo. Decidí que ya no iba a dejarme manipular más por la culpa ajena.

Poco a poco empecé a poner límites: ayudaba cuando podía, pero sin descuidar a mi familia ni mi salud mental. Andrés al principio se molestó, pero luego entendió que no podíamos cargar con los problemas de todos los demás.

Con el tiempo, Naomi consiguió un trabajo estable y empezó a hacerse responsable de Valentina. Nuestra relación sigue siendo tensa, pero al menos ya no me culpa abiertamente por sus problemas.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí haber hecho más por ella y por Valentina. Pero también sé que nadie puede salvar a quien no quiere ser salvado.

¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad por los problemas de los demás? ¿Cuándo es justo poner límites aunque duela? Me gustaría saber qué piensan ustedes.