La culpa que no se dice: Cuando mamá vino a vivir con nosotros
—¡Pero fuiste tú la que insistió en traerla! ¡Yo nunca te obligué! —La voz de Julián retumbó en la sala, rebotando en las paredes desnudas del departamento que alguna vez soñamos llenar de risas y fotos familiares.
Me quedé parada, con las llaves aún en la mano, el bolso colgando de mi hombro, y el corazón apretado como un puño. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del piso 12, pero adentro el verdadero diluvio era nuestro silencio. Mamá estaba en su cuarto, seguramente escuchando cada palabra, aunque fingiera lo contrario. Yo sentía su presencia como una sombra detrás de la puerta.
No respondí. No podía. Porque era cierto: fui yo quien propuso que mamá viniera a vivir con nosotros cuando se quedó sin trabajo y el alquiler del barrio San Telmo se volvió imposible de pagar. “Es temporal”, le dije a Julián. “Solo hasta que se recupere”. Él aceptó, pero ahora me doy cuenta de que nunca estuvo realmente de acuerdo.
—Camila, no podemos seguir así —dijo Julián más bajo, casi suplicando—. No tenemos espacio, no tenemos plata… y yo ya no te reconozco.
Me mordí el labio para no llorar. Recordé el día en que mamá llegó con sus dos valijas y esa mirada de derrota que nunca le había visto antes. La abracé fuerte, prometiéndole que todo iba a estar bien. Pero no lo estuvo.
Los primeros días fueron incómodos, pero soportables. Mamá cocinaba guisos como los de mi infancia y llenaba la casa de olor a cebolla frita y orégano. Pero pronto empezaron los roces: Julián llegaba cansado del trabajo y encontraba la tele a todo volumen, la cocina desordenada, y a mamá preguntando por qué no habíamos comprado yerba o pan.
—¿Por qué no le decís vos? —me preguntaba Julián cada noche, cuando nos metíamos en la cama y yo fingía dormir para evitar la conversación.
—Es tu mamá —me decía él—. Vos tenés que ponerle límites.
Pero yo no podía. ¿Cómo decirle a mi madre, que había sacrificado tanto por mí, que ahora era una carga? ¿Cómo pedirle silencio cuando toda su vida fue ruido y lucha?
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono con su hermana:
—No sé cuánto más voy a aguantar… Camila está distinta, siempre está tensa… Y encima doña Rosa no se va nunca —decía, creyendo que yo no lo oía.
Esa noche discutimos fuerte. Mamá salió de su cuarto y nos miró con ojos tristes:
—Si quieren que me vaya, me voy —dijo bajito.
Corrí a abrazarla. “No, mamá, por favor”. Pero en mi interior sentí una punzada de alivio ante la idea de recuperar mi casa, mi espacio, mi matrimonio.
Los días pasaron y la tensión creció. Empezamos a discutir por cualquier cosa: el dinero, el supermercado, quién lavaba los platos. Julián se volvió distante; yo me sentía atrapada entre dos amores imposibles de conciliar.
Un sábado por la mañana, mientras preparaba café, Julián explotó:
—¡Esto no es vida! ¡No puedo más! —gritó golpeando la mesa—. Yo te avisé…
Mamá apareció en la puerta de la cocina, temblando. Me miró con esos ojos llenos de preguntas sin respuesta.
—Camila… hija… ¿qué hago acá todavía? —susurró.
No supe qué decirle. Me sentí una traidora por haberla traído y por querer que se fuera al mismo tiempo.
Esa noche Julián durmió en el sillón. Yo me quedé mirando el techo, preguntándome en qué momento todo se había roto. Recordé cuando conocí a Julián en la universidad de Buenos Aires: él era divertido, soñador; yo tímida pero llena de esperanza. Nos prometimos nunca dejar que nada ni nadie se interpusiera entre nosotros.
Pero la vida es otra cosa. La vida es mamá perdiendo su trabajo después de 30 años como maestra; es la inflación devorando los ahorros; es el miedo a quedarse sola en un país donde nadie te cuida si no tienes familia.
Al día siguiente, mamá me llamó a su cuarto. Tenía las valijas listas.
—Me voy a lo de tu tía Marta en Lanús —dijo—. No quiero ser motivo de pelea entre ustedes.
Lloré como una niña. Le pedí perdón mil veces. Ella me acarició el pelo como cuando era chica:
—No es tu culpa, hija… La vida es así —susurró.
Julián no dijo nada cuando mamá se fue. Solo me abrazó fuerte esa noche y lloramos juntos en silencio.
Pasaron meses antes de que las cosas volvieran a una calma frágil. A veces todavía siento el eco de esa culpa: ¿hice bien en traerla? ¿Hice mal en dejarla ir? ¿Se puede ser buena hija y buena esposa al mismo tiempo?
Hoy miro nuestra mesa vacía y me pregunto: ¿cuántas familias se rompen así, en silencio, por amor mal entendido? ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?