La decisión de la abuela Carmen
—¿Por qué no viniste al cumpleaños de Valentina, mamá? —La voz de mi hijo Juan Camilo retumbó en el teléfono, áspera, como si cada palabra fuera una piedra lanzada contra mi pecho.
No supe qué responderle. Me quedé mirando por la ventana, viendo cómo los niños del barrio jugaban fútbol en la calle polvorienta de nuestro barrio en Medellín. Una niña con dos trenzas corría tras el balón, y por un segundo juré que era mi Valentina. Pero no, era la hija de los vecinos, y yo seguía aquí, sola, con la taza de café temblando entre mis manos.
—¿Mamá? ¿Estás ahí? —insistió Juan Camilo.
—Sí, hijo… Estoy aquí —respondí al fin, pero ya era tarde. Él había colgado.
Me senté en la mecedora que fue de mi mamá y cerré los ojos. El eco de las risas infantiles me perseguía. Hace seis meses que no veo a mi nieta. Seis meses desde que tomé una decisión que partió a mi familia en dos. ¿Cómo llegamos a esto?
Todo comenzó cuando mi nuera, Laura, llegó llorando a mi casa. Tenía los ojos hinchados y Valentina, con apenas siete años, se aferraba a su falda.
—Carmen, necesito tu ayuda —me dijo, la voz quebrada—. Juan Camilo… él…
No pudo terminar la frase. Yo ya sabía lo que pasaba. Mi hijo había perdido el trabajo y andaba bebiendo más de la cuenta. La plata no alcanzaba ni para el arroz y las lentejas. Laura quería irse a vivir con su mamá a Bello, llevarse a Valentina lejos de los gritos y las peleas.
—Mamá, ¿puedo quedarme contigo? —me preguntó Valentina con esos ojitos negros que heredó de mí.
Sentí que el corazón se me partía. Pero Juan Camilo llegó esa noche, borracho y furioso.
—¡Nadie se lleva a mi hija! —gritó—. ¡Y menos tú, Laura! Si te vas, te vas sola.
La pelea fue tan fuerte que los vecinos llamaron a la policía. Yo traté de calmarlo, pero él me miró con esos ojos llenos de rabia y dolor.
—¿Tú también vas a traicionarme, mamá? —me preguntó—. ¿Vas a elegir a Laura sobre tu propio hijo?
Esa noche no dormí. Sentí que tenía que elegir entre mi hijo y mi nieta. Entre el amor y la justicia. Entre el miedo y la esperanza.
Al día siguiente, cuando Laura volvió para buscar sus cosas, yo le dije:
—Laura… yo no puedo meterme en esto. Es mejor que hables con Juan Camilo primero.
Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—¿Eso es todo lo que tienes para decirme? —susurró—. Pensé que eras diferente.
Se fue con Valentina de la mano. Desde entonces no las he vuelto a ver.
Juan Camilo siguió viniendo a casa, cada vez más solo y más amargado. Yo lo recibía con arepas calientes y café, pero él apenas comía. A veces lloraba en silencio en el patio, mirando las fotos viejas de cuando Valentina era una bebé.
Los vecinos empezaron a murmurar.
—¿Viste que Carmen ya no ve a su nieta? —decía doña Gloria en la tienda—. Dicen que eligió a su hijo borracho antes que a la niña.
Yo bajaba la cabeza y apretaba los dientes. ¿Qué sabían ellos de lo que es ser madre? ¿De tener que elegir entre dos amores imposibles?
Un día, mientras barría el corredor, llegó mi vecina Rosa con un termo de agua panela.
—Carmen, ¿por qué tan callada? —me preguntó—. Desde que se fue tu nieta ya no eres la misma.
No pude evitarlo: rompí a llorar como una niña pequeña.
—¿Qué debía hacer yo? —le pregunté entre sollozos—. ¿Irme contra mi propio hijo?
Rosa me abrazó fuerte.
—A veces ser madre es saber soltar —me dijo—. Pero ser abuela es saber proteger.
Sus palabras me persiguieron toda la noche. Me levanté varias veces a mirar las fotos de Valentina: en su primer día de colegio, disfrazada de mariposa en Halloween, abrazada a mí en Navidad. ¿Dónde estaría ahora? ¿Me extrañaría tanto como yo a ella?
Pasaron los meses y Juan Camilo cayó más bajo. Un día llegó golpeado; había peleado en una cantina por una deuda de juego.
—Mamá… perdóname —me dijo con voz ronca—. Perdí todo… hasta a mi hija.
Lo abracé fuerte, pero sentí un vacío enorme en el pecho. ¿De qué servía protegerlo si él mismo se destruía?
Una tarde cualquiera, mientras preparaba arroz con pollo para cenar sola otra vez, escuché un golpecito en la puerta. Era Laura. Venía sola.
—Carmen… necesito hablar contigo —dijo sin mirarme a los ojos.
La invité a pasar y le serví café. Nos sentamos frente a frente como dos extrañas.
—Valentina pregunta por ti todos los días —me dijo—. Pero no puedo permitir que la veas mientras sigas apoyando a Juan Camilo así…
Sentí una punzada de rabia y vergüenza.
—Es mi hijo… —balbuceé— No puedo abandonarlo…
Laura suspiró.
—Y yo soy madre también —dijo—. Y tengo que protegerla… aunque eso signifique alejarla de ti.
Se levantó y se fue antes de que pudiera decir nada más.
Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana viendo cómo la lluvia golpeaba los techos de zinc del barrio. Pensé en todas las madres y abuelas del país que han tenido que elegir entre el amor y el deber; entre proteger o soltar; entre quedarse o partir.
Al día siguiente fui hasta Bello sin avisar. Caminé por las calles llenas de vendedores ambulantes hasta llegar al edificio donde vivían Laura y Valentina. Toqué la puerta temblando.
Valentina abrió y me miró sorprendida.
—¡Abuelita! —gritó lanzándose a mis brazos.
Lloramos juntas largo rato. Laura nos miraba desde la cocina, seria pero sin odio en los ojos.
Ese día entendí que nunca es tarde para pedir perdón ni para intentar reparar lo roto. Le prometí a Valentina que haría todo lo posible por verla más seguido; le prometí a Laura que apoyaría cualquier decisión que tomara para protegerla; le prometí a mí misma que nunca más dejaría que el miedo decidiera por mí.
Hoy sigo sola en mi casa vieja de Medellín, pero ya no tengo miedo de enfrentar mis errores ni de hablar con honestidad sobre ellos. Sé que muchas abuelas como yo han tenido que tomar decisiones imposibles en este país donde tantas familias se rompen por culpa del machismo, la pobreza o el miedo al qué dirán.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han tenido que elegir entre dos amores imposibles? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?