La decisión que nos cambió la vida: Entre deudas y familia
—¡Mamá, por favor, ven por mí!— La voz de Emiliano, mi hijo menor, temblaba al otro lado del teléfono. Era la primera noche que los dejábamos con mi mamá en su casa de barrio en San Miguel, y ya sentía que algo se rompía dentro de mí. Mi esposo, Julián, me miró desde la mesa del comedor, donde los papeles del banco y las cuentas se apilaban como una montaña imposible de escalar.
Hace dos años, cuando Julián recibió la noticia de su ascenso en la empresa de logística, sentí que era el momento de dar ese salto que tantas veces habíamos postergado. «Ya no somos unos pibes, Laura», me decía él, «los chicos necesitan un lugar propio». Yo también lo creía. Habíamos pasado quince años alquilando departamentos pequeños en la ciudad de Mendoza, mudándonos cada vez que el alquiler subía o el dueño decidía vender. Soñaba con un patio donde los chicos pudieran jugar sin miedo, con paredes donde colgar sus dibujos sin pedir permiso.
Pero la realidad fue otra. El banco nos aprobó el crédito hipotecario casi sin mirarnos a los ojos. Firmamos papeles sin entender del todo las letras chicas, cegados por la ilusión. La casa era hermosa pero vieja; necesitaba arreglos urgentes. El primer mes fue una fiesta: pintamos juntos, plantamos un limonero en el fondo, invitamos a los abuelos a un asado. Pero pronto llegaron las cuotas impagables, las goteras en el techo, la heladera rota y la cuenta de la luz que parecía una broma cruel.
Julián empezó a trabajar horas extras. Yo acepté un trabajo remoto como asistente virtual para una empresa en Buenos Aires, pero el sueldo apenas alcanzaba para cubrir lo básico. Los chicos, Camila y Emiliano, se volvieron más callados. Camila, con sus quince años y su rebeldía silenciosa, se encerraba en su cuarto con los auriculares puestos. Emiliano, que siempre fue sensible, empezó a tener pesadillas y a pedirnos que no lo dejáramos solo.
Esa semana decidimos dejar a los chicos con mi mamá para poder «ponernos al día» con la casa y las cuentas. «Solo serán tres días», le prometí a Emiliano mientras lo abrazaba fuerte en la puerta del colectivo. Pero esa misma noche, su llamada me partió el alma.
—¿Por qué no pueden estar conmigo?— sollozaba él.
—Mi amor, es solo por unos días. Te prometo que cuando vuelvas vamos a hacer tu comida favorita— le respondí, sintiendo que le mentía.
Julián escuchaba en silencio. Cuando colgué, me miró con los ojos llenos de culpa.
—¿Estamos haciendo lo correcto?— preguntó en voz baja.
No supe qué responderle. ¿Qué es lo correcto cuando todo parece desmoronarse?
Esa noche no dormí. Recordé a mi papá, obrero jubilado, diciéndome siempre: «No te endeudes nunca más allá de lo que podés pagar». Pero yo quería más para mis hijos. ¿Era tan malo soñar?
Al día siguiente fui a buscar a los chicos antes de lo planeado. Mi mamá me recibió con esa mezcla de reproche y ternura tan suya.
—Los chicos te necesitan más que una casa linda, Laurita— me dijo mientras me servía un mate.
En el camino de regreso, Emiliano se aferró a mi mano como cuando era chiquito. Camila no dijo nada, pero vi cómo miraba por la ventana con los ojos húmedos.
Las semanas siguientes fueron una batalla diaria: discusiones por dinero, silencios incómodos en la mesa, noches en vela haciendo cuentas. Julián y yo casi no hablábamos; cuando lo hacíamos era para reprocharnos decisiones pasadas o para culparnos mutuamente por nuestra situación.
Una tarde, después de una pelea especialmente dura por una factura impaga, Camila explotó:
—¡Basta! ¡No quiero esta casa si ustedes van a estar así! Prefiero volver al departamento viejo pero verlos reírse como antes.
Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. Me di cuenta de que estábamos perdiendo lo más valioso: nuestra familia.
Esa noche hablé con Julián largo rato. Lloramos juntos por primera vez en mucho tiempo. Decidimos vender el auto para pagar parte de la deuda y buscar ayuda psicológica para Emiliano y para nosotros como pareja.
No fue fácil. Hubo días en que pensé en rendirme y dejarlo todo. Pero poco a poco fuimos encontrando un nuevo equilibrio. Aprendimos a pedir ayuda: a mi mamá para cuidar a los chicos cuando no podíamos más; a los vecinos para compartir gastos; a nosotros mismos para perdonarnos por no ser perfectos.
Hoy sigo pagando esa hipoteca que parece interminable, pero ya no cargo sola con el peso. Los chicos volvieron a reírse en la mesa y Julián y yo aprendimos a hablar sin gritar. A veces sueño con volver al departamento chico donde todo era más simple, pero también sé que esta casa guarda nuestras cicatrices y nuestras victorias.
¿Valió la pena arriesgarlo todo por un sueño? ¿Cuántas familias en nuestro país pasan por lo mismo y sienten que nadie las escucha? Me gustaría saber qué piensan ustedes.