La decisión tardía: Cuando mamá volvió a casa

—¿Por qué me haces esto, Lucía? —La voz de mi hermana, Mariana, retumbó en el altavoz del celular mientras yo sostenía la mano temblorosa de mi madre en la sala de mi departamento en Ciudad de México.

No supe qué responderle. Afuera, el bullicio del tráfico contrastaba con el silencio incómodo entre mamá y yo. Habían pasado apenas dos semanas desde que papá murió y la casa familiar en Veracruz se sentía demasiado grande y vacía para ella. Yo, la hija mayor, la responsable, la que siempre resuelve, fui quien propuso traerla a vivir conmigo. Pensé que era lo correcto. Pensé que sería fácil.

Pero no lo fue. Desde el primer día, mamá trajo consigo no solo su maleta, sino también su tristeza, sus costumbres y sus silencios. La primera noche, mientras cenábamos sopa de fideos, me miró con esos ojos cansados y me preguntó:

—¿Y tú crees que aquí voy a estar mejor?

No supe qué decirle. Solo asentí, tragando el nudo en mi garganta.

Mariana no tardó en llamarme egoísta. «¿Por qué no puede quedarse conmigo?», reclamaba desde Monterrey. Pero ella tiene tres hijos pequeños y un esposo que apenas tolera visitas largas. Mi hermano menor, Diego, ni siquiera contestó los mensajes del grupo familiar. Siempre fue el ausente.

Los días pasaron y la rutina se volvió pesada. Mamá se levantaba temprano, caminaba descalza por el departamento y se sentaba frente a la ventana a mirar el cielo gris de la ciudad. Yo salía corriendo al trabajo, preocupada por dejarla sola pero también aliviada por unas horas de respiro.

Una tarde llegué y la encontré llorando en silencio. Me senté a su lado y le pregunté qué le pasaba.

—Extraño mi casa —susurró—. Extraño a tu papá. Aquí todo es diferente.

Sentí una punzada de culpa. ¿Había hecho bien en traerla? ¿O solo estaba tratando de aliviar mi propio dolor?

Las semanas se volvieron meses. Mamá empezó a perderse en pequeños olvidos: la leche hirviendo hasta derramarse, las llaves extraviadas, el gas abierto. Me asusté. Consulté a un neurólogo y llegó el diagnóstico: principio de demencia senil.

El peso de la responsabilidad me aplastó. Mis amigas dejaron de invitarme a salir; mi jefe comenzó a notar mi cansancio; mi pareja, Andrés, se alejó poco a poco hasta que una noche simplemente no volvió.

—No puedo con esto —me dijo antes de irse—. No es tu culpa, Lucía, pero yo no estoy listo para esta vida.

Me quedé sola con mamá y con una rabia sorda hacia mis hermanos. Mariana seguía enviando mensajes llenos de consejos inútiles: «Ponle música, eso ayuda»; «Hazle videollamadas con los nietos»; «¿Por qué no contratas una enfermera?». Pero nadie ofrecía ayuda real.

Una noche, mientras cambiaba las sábanas manchadas porque mamá había olvidado ir al baño, exploté:

—¡No puedo más! —grité al vacío—. ¡Esto no es justo!

Mamá me miró asustada y sentí una vergüenza profunda. Me arrodillé junto a su cama y lloré como una niña.

Al día siguiente, Mariana llamó y por primera vez escuchó mi voz quebrada.

—No puedo sola —le confesé—. Necesito ayuda.

Hubo un silencio largo al otro lado.

—Perdóname —susurró—. No sabía que era tan difícil.

Poco a poco, empezamos a organizarnos mejor. Mariana vino a quedarse unos días; Diego finalmente apareció para llevar a mamá al parque los domingos. Contratamos a una señora del edificio para ayudar por las tardes. No era perfecto, pero ya no estaba sola.

Con el tiempo aprendí a ver más allá del dolor de mamá. Empecé a escuchar sus historias de juventud, sus recuerdos con papá, sus miedos y sus sueños truncados. Descubrí que detrás de su fragilidad había una fuerza inmensa.

Una tarde cualquiera, mientras tomábamos café en el balcón, mamá me tomó la mano y dijo:

—Gracias por no dejarme sola.

Lloré otra vez, pero esta vez de alivio.

Hoy sigo lidiando con días buenos y malos. A veces extraño mi libertad; otras veces agradezco este tiempo con ella. Aprendí que cuidar no es solo sacrificio: es también una forma de amor profundo y silencioso.

Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por los momentos en que quise huir o si mis hermanos entenderán realmente lo que implica cuidar a quien nos dio la vida. ¿Cuántos de ustedes han pasado por algo así? ¿Qué harían diferente si pudieran volver atrás?