La fe de un padre: El viaje de Julián entre la desesperanza y la esperanza

—¡Papá, despierta!— gritó Camila, mi hija menor, mientras sacudía mi hombro con manos temblorosas. Afuera, la tormenta rugía como si el cielo mismo estuviera llorando por nosotros. Me incorporé sobresaltado, el corazón latiendo con fuerza. Había tenido otra pesadilla: veía a mis hijos hambrientos, a mi esposa llorando en silencio, y yo, impotente, sin poder hacer nada.

No era solo un sueño. Era mi realidad.

Mi nombre es Julián Ramírez. Tengo 42 años y tres hijos: Camila, Emiliano y Mateo. Vivo en Iztapalapa, en una casa de paredes descascaradas y techo de lámina que tiembla cada vez que llueve fuerte. Mi esposa, Lucía, lleva meses enferma; los médicos dicen que es lupus, pero no tenemos dinero para más estudios. Desde que la fábrica donde trabajaba cerró por la pandemia, he sobrevivido haciendo chambitas: cargar bultos en el mercado, limpiar patios, lo que salga. Pero últimamente ni eso alcanza.

Esa noche, después de calmar a Camila y arroparla junto a sus hermanos en el colchón viejo, me senté en la cocina oscura. El agua goteaba del techo y caía en un balde oxidado. Saqué el rosario que era de mi madre y lo apreté con fuerza. No soy un hombre muy religioso, pero cuando todo falla, ¿a quién más le puedes pedir ayuda?

—Diosito… si me escuchas, ayúdame. No por mí, sino por ellos— susurré entre lágrimas.

A la mañana siguiente, Lucía apenas podía levantarse. Sus manos temblaban y su piel estaba más pálida que nunca. Los niños se preparaban para ir a la escuela pública con los uniformes remendados una y otra vez. Emiliano me miró con esos ojos grandes y serios:

—¿Hoy sí vamos a cenar algo rico, papá?

Sentí un nudo en la garganta. No podía prometerle nada.

Salí a buscar trabajo como cada día. Caminé por horas bajo el sol ardiente, preguntando en tiendas, en obras en construcción, hasta en los puestos del tianguis. Nadie necesitaba ayuda. La desesperación me quemaba por dentro.

Al regresar a casa, encontré a Lucía llorando en silencio. Había recibido una llamada: el hospital necesitaba que pagáramos los análisis o no podrían seguir atendiéndola.

—¿De dónde vamos a sacar ese dinero, Julián?— sollozó.

No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte.

Esa noche no pude dormir. Me senté otra vez en la cocina y recé como nunca antes lo había hecho. Le hablé a Dios como si fuera mi amigo de toda la vida:

—No sé si me escuchas, pero ya no puedo más. Dame fuerzas o llévame contigo… pero no me dejes así.

Los días pasaron igual: hambre, miedo, impotencia. Pero algo cambió dentro de mí. Empecé a buscar ayuda en la parroquia del barrio. El padre Tomás me escuchó sin juzgarme y me dio una bolsa con despensa.

—No pierdas la fe, Julián. Dios nunca abandona a sus hijos— me dijo.

Con esa comida improvisamos una cena sencilla: arroz blanco y frijoles. Mis hijos sonrieron como si fuera un banquete. Esa noche recé con ellos por primera vez en mucho tiempo.

Poco a poco, la comunidad empezó a apoyarnos. Una vecina le consiguió a Lucía una consulta gratuita con un médico voluntario. Un amigo del mercado me recomendó para un trabajo fijo descargando camiones dos veces por semana. No era mucho, pero era algo seguro.

Un día, mientras caminaba al trabajo bajo la lluvia fina del amanecer, sentí una paz extraña dentro de mí. No habían desaparecido los problemas: seguíamos endeudados, Lucía seguía enferma y el futuro era incierto. Pero ya no sentía ese vacío abrumador.

Una tarde, Emiliano se acercó mientras yo arreglaba una gotera en el techo:

—Papá… ¿por qué rezamos si igual seguimos pobres?

Me quedé pensando antes de responderle:

—Porque rezar no es magia, hijo. Pero cuando uno reza, siente que no está solo… Y eso te da fuerzas para seguir luchando.

Esa noche reuní a mi familia y les conté cómo me sentía: vulnerable pero agradecido por tenernos unos a otros. Les pedí perdón por mis momentos de desesperanza y les prometí que nunca dejaría de luchar por ellos.

Hoy sigo enfrentando dificultades todos los días. La enfermedad de Lucía es una batalla constante; las cuentas se acumulan; el miedo al futuro nunca desaparece del todo. Pero he aprendido que la fe no es esperar milagros caídos del cielo: es encontrar valor para seguir adelante cuando todo parece perdido.

A veces me pregunto si Dios realmente escucha mis oraciones o si simplemente me da fuerzas para resistir un día más. ¿Ustedes qué piensan? ¿La fe puede sostenernos aun cuando nada cambia afuera? ¿O solo nos engañamos para no rendirnos?