La fiesta invisible: El cumpleaños de Javier y mi grito silenciado
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que sirve el pastel, la que recoge los platos, la que sonríe aunque por dentro me esté desmoronando?—me pregunté mientras veía a la familia de Javier invadir nuestra casa, como cada 15 de mayo. La mesa estaba llena de empanadas, arroz con pollo y pastel tres leches, pero yo sentía un vacío tan grande que ni el aroma del café recién hecho podía llenar.
Mi suegra, Doña Carmen, entró a la cocina sin siquiera mirarme. —Mariana, ¿ya pusiste suficiente azúcar en el café? A Javier le gusta dulce, no lo vayas a olvidar otra vez—dijo con ese tono que me hacía sentir como una empleada y no como la esposa de su hijo. Mi cuñada Paola reía fuerte en la sala, contando anécdotas de cuando Javier era niño, mientras yo recogía los vasos vacíos y trataba de no dejar caer las lágrimas en la bandeja.
No era la primera vez que sentía que no pertenecía a esa familia. Desde que me casé con Javier hace seis años en Medellín, su familia me miraba como si fuera una extraña. Yo venía de un barrio humilde, hija de una costurera y un taxista, y aunque trabajé duro para terminar mi carrera de contaduría, nunca fue suficiente para ellos. «Javier se merecía algo mejor», escuché una vez a Paola susurrar en una reunión familiar.
Pero este año, algo dentro de mí se rompió. Tal vez fue el cansancio acumulado o el hecho de que ni siquiera me invitaron a sentarme en la mesa principal. Me quedé parada junto a la cocina, escuchando cómo brindaban por Javier sin mencionar mi nombre ni una sola vez. Ni siquiera un «gracias» por organizar todo.
Cuando llegó el momento del pastel, Doña Carmen me llamó con un chasquido de dedos. —Mariana, apúrate con el cuchillo—ordenó. Sentí una rabia tan profunda que mis manos temblaron. Caminé hacia la mesa y, por primera vez en seis años, levanté la voz.
—¿Saben qué? Este año no voy a servir el pastel. Estoy cansada de ser invisible en mi propia casa. Si quieren celebrar a Javier, háganlo ustedes. Yo me voy a sentar a comer como cualquier invitada.
El silencio fue tan denso que podía cortarse con el cuchillo que aún sostenía. Javier me miró con sorpresa y algo de vergüenza. Paola puso los ojos en blanco y Doña Carmen apretó los labios.
—¿Qué te pasa, Mariana?—preguntó Javier en voz baja, como si temiera que alguien más escuchara.
—Me pasa que estoy harta de ser la sirvienta de todos ustedes. Nadie me agradece nada, nadie me pregunta cómo estoy. Solo esperan que yo haga todo perfecto para que ustedes se sientan cómodos—respondí, sintiendo cómo mi voz temblaba entre la rabia y las ganas de llorar.
Mi suegra se levantó indignada. —¡Qué falta de respeto! En mi casa jamás habría pasado algo así—dijo mientras recogía su bolso.
Paola murmuró algo sobre «dramas innecesarios» y Javier solo bajó la cabeza, sin defenderme ni decir una palabra. Sentí cómo mi corazón se rompía un poco más con cada segundo de silencio.
Me encerré en el baño y lloré hasta que mis ojos se hincharon. Escuché cómo la fiesta continuaba sin mí, cómo reían y cantaban «Las Mañanitas» para Javier mientras yo me preguntaba si alguna vez sería suficiente para esa familia.
Cuando salí del baño, la casa estaba medio vacía. Javier estaba sentado en el sofá, mirando su celular.
—¿Por qué tuviste que hacer eso? Ahora mi mamá está molesta conmigo—me dijo sin mirarme a los ojos.
—¿Y tú? ¿No te importa cómo me siento yo? ¿No ves que cada año es lo mismo?—le respondí, esperando aunque fuera una palabra de consuelo.
Pero Javier solo suspiró. —No entiendo por qué te complicas tanto. Así son las cosas en mi familia. Mejor acostúmbrate.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Sentí un frío en el alma que no se quitaba con ninguna cobija. Pensé en llamar a mi mamá, pero no quería preocuparla. Pensé en irme de la casa, pero no tenía a dónde ir ni fuerzas para empezar de nuevo.
Los días siguientes fueron igual de fríos. Javier apenas me hablaba y yo empecé a dudar si había hecho lo correcto al alzar la voz. En el trabajo tampoco podía concentrarme; mis compañeras notaron mi tristeza y una de ellas, Lucía, me invitó a tomar un café después del horario.
—Mariana, tú vales mucho más de lo que crees. No tienes por qué aguantar esas humillaciones solo por mantener contentos a los demás—me dijo Lucía mientras revolvía su café con leche.
Sus palabras me hicieron pensar en todas las mujeres que conozco: mi mamá, mis tías, mis vecinas… Todas han sacrificado sus sueños y su dignidad por cumplir con las expectativas familiares o sociales. ¿Por qué nos enseñan desde niñas a callar y aguantar?
Esa noche hablé con Javier otra vez. Le dije que necesitaba sentirme valorada y respetada, no solo por él sino también por su familia. Le pedí que pusiera límites y que me defendiera cuando fuera necesario.
Javier guardó silencio largo rato antes de responder:
—No sé si puedo cambiar a mi familia… pero tampoco quiero perderte a ti.
No sé qué pasará mañana ni si nuestro matrimonio sobrevivirá a esta crisis. Pero por primera vez en mucho tiempo siento que mi voz importa, aunque tiemble al hablar.
¿De verdad tenemos que sacrificar nuestra felicidad para cumplir con lo que otros esperan de nosotras? ¿Cuántas veces más vamos a dejar que nos apaguen solo para evitar el conflicto?