La Herencia de la Sangre: El Secreto de Mamá Rosa
—¿Por qué ese niño tiene los ojos tan claros, hijo? —me preguntó mi mamá Rosa mientras me servía café en la mesa de la cocina, con esa mirada que atraviesa el alma.
Me quedé helado. Era la pregunta que había evitado durante meses, desde que Camila apareció en mi vida como un huracán y se fue igual de rápido, dejándome con un hijo que, según ella, era mío. Yo quería creerle. Quería creer que ese niño de piel blanca y ojos verdes era mi sangre, aunque todos en mi familia tenemos la piel canela y los ojos oscuros como el café que mi madre preparaba cada mañana en nuestra casa de Tegucigalpa.
—Mamá, no empieces —le respondí, tratando de sonar firme, pero mi voz tembló.
Ella suspiró y se sentó frente a mí. —No te lo digo por mal, hijo. Pero uno no puede tapar el sol con un dedo. La sangre llama, y la genética no miente.
Recordé entonces la primera vez que vi a Camila. Fue en una fiesta de la universidad. Ella era diferente a todas: risa fácil, mirada intensa, y una forma de bailar que hipnotizaba. Nos enamoramos rápido, o eso creí. Todo fue intenso: las salidas, las peleas, las reconciliaciones. Hasta que un día desapareció sin explicación. Meses después volvió, embarazada.
—Es tuyo —me dijo con lágrimas en los ojos—. No tengo a nadie más.
Yo no dudé. O tal vez sí, pero el miedo a quedarme solo fue más fuerte. Mi papá nos abandonó cuando yo era niño y juré nunca hacerle eso a mi hijo. Así que acepté a ese bebé como propio, aunque algo en mi interior me decía que la historia no cuadraba.
Los primeros meses fueron difíciles. Camila se fue otra vez, dejándome al niño. Mi mamá me ayudó a criarlo. Pero cada vez que lo veía dormir en su cuna, tan distinto a mí, sentía una punzada en el pecho.
—¿Y si no es mío? —le pregunté una noche a mi mejor amigo, Mauricio, mientras tomábamos cervezas en la acera.
—¿Y si sí? —me respondió él—. Al final, lo estás criando tú.
Pero la duda crecía como una sombra. Hasta que esa mañana mi mamá me enfrentó con la verdad.
—Hijo, ¿te acuerdas lo que te enseñaron en la escuela sobre genética? Los ojos claros son recesivos. Para que un niño tenga esos ojos, los dos padres deben tener el gen.
Me quedé callado. Mi mamá tenía razón. En mi familia nadie tenía ojos claros. Ni en la de Camila tampoco, según lo poco que ella me contó.
Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a ver al niño dormir. ¿Qué iba a hacer? ¿Buscar a Camila? ¿Hacerme una prueba de ADN? ¿O seguir fingiendo que todo estaba bien?
Al día siguiente fui a buscar a Camila al barrio donde decían que vivía ahora. Me costó encontrarla. Cuando por fin abrí la puerta de su casa improvisada de láminas y madera vieja, ella me miró sorprendida.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó con voz cansada.
—Necesito saber la verdad —le dije—. ¿Ese niño es mío?
Ella bajó la mirada y empezó a llorar.
—Perdóname, Juan Pablo —susurró—. Tenía miedo… No sabía qué hacer… El verdadero papá se fue para Estados Unidos y nunca más supe de él.
Sentí como si el mundo se me viniera encima. Todo lo que había construido en mi cabeza se derrumbaba en un segundo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le reclamé entre lágrimas.
—Porque tú eras bueno conmigo… Pensé que podrías ser un buen papá para él…
Salí de ahí sin mirar atrás. Caminé por las calles polvorientas del barrio hasta llegar a casa de mi mamá. Ella me esperaba en la puerta, como si supiera lo que había pasado.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó suavemente.
No supe qué responderle. El niño seguía siendo inocente en todo esto. Yo lo quería, pero ya no podía engañarme más.
Pasaron los días y tomé una decisión: buscar al verdadero padre del niño era imposible; Camila tampoco quería hacerse cargo. Así que hablé con mi mamá.
—Mamá, ¿crees que pueda seguir criando a este niño aunque no sea mío?
Ella me abrazó fuerte.
—La sangre no siempre hace familia, hijo. Pero si tu corazón te dice que lo cuides, hazlo. Si no puedes, también está bien… Nadie te va a juzgar aquí.
Esa noche miré al niño dormir por última vez en mi casa. Al día siguiente llamé al DIF para buscarle un hogar donde pudiera tener una familia de verdad. Lloré como nunca antes mientras lo entregaba en brazos de otra mujer.
Hoy han pasado años desde ese día y todavía sueño con esos ojos verdes mirándome con inocencia. A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si debí luchar más por él.
¿Hasta dónde llega el amor cuando la verdad duele más que la mentira? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?