La herencia de mamá: entre el dinero y el deber

—¡No es justo, Lucía! —gritó Mariana, su voz temblando de rabia mientras apretaba los papeles de la herencia entre sus manos—. Ustedes se quedaron con todo el dinero de la casa, y a mí me dejaron aquí, cuidando a tu mamá como si fuera mi obligación.

Sentí cómo la sangre me subía al rostro. Mi hermano Andrés estaba sentado a su lado, mirando el suelo, incapaz de sostenerme la mirada. La sala olía a café frío y a ese perfume antiguo que mamá usaba desde que tengo memoria. Afuera, los autos pasaban por la avenida principal de Medellín, indiferentes a nuestro drama familiar.

—Mariana, nadie te obligó a quedarte —respondí, tratando de mantener la calma—. Andrés y tú decidieron vivir aquí cuando mamá empezó a enfermarse. Yo solo…

—¡Tú solo te llevaste el dinero! —me interrumpió—. ¡La mitad de la venta de la casa! ¿Y ahora quién se encarga de bañarla, de darle sus medicinas, de escucharla cuando llora por las noches?

Mamá estaba en su cuarto, dormida o fingiendo dormir. Desde que le diagnosticaron Alzheimer hace dos años, la casa se había convertido en un campo minado de recuerdos y silencios incómodos. Yo venía cada semana desde Envigado para ayudar, pero Mariana sentía que no era suficiente.

Andrés por fin habló, con esa voz baja que usaba desde niño cuando no quería problemas:

—Lucía, tú sabes que yo no puedo dejar mi trabajo. Mariana ha hecho mucho por mamá…

—¿Y yo? —le pregunté—. ¿Acaso no he dejado cosas también? ¿No he perdido oportunidades por venir aquí cada semana?

La discusión se repitió durante meses, como una canción rota. La herencia había sido clara: mitad para cada uno. Pero lo que nadie dijo fue que la mitad de Andrés venía con la carga invisible de cuidar a mamá día y noche.

Una tarde, mientras le cambiaba el pañal a mamá y ella me miraba con esos ojos perdidos, sentí una rabia sorda contra todos: contra Andrés por su cobardía, contra Mariana por su resentimiento, contra mí misma por sentirme atrapada. Recordé cuando era niña y mamá me peinaba antes de ir al colegio, sus manos suaves y pacientes. Ahora esas mismas manos temblaban y buscaban mi rostro sin reconocerlo.

Un día, Mariana explotó:

—¿Sabes qué? Me voy. Que se las arregle Andrés contigo. Yo ya hice demasiado.

Se fue esa misma noche, dejando a Andrés solo con mamá. Él me llamó llorando:

—Lucía, no puedo con esto. No sé qué hacer.

Me mudé temporalmente a la casa para ayudarlo. Las noches eran largas; mamá gritaba nombres del pasado, confundía mi cara con la de su hermana muerta. Andrés empezó a faltar al trabajo y lo despidieron. El dinero de la herencia se fue en medicinas y enfermeras que nunca duraban más de una semana.

Un domingo cualquiera, mientras le daba de comer a mamá, Andrés me confesó:

—A veces deseo que todo esto termine pronto. Me siento un monstruo por pensarlo.

Lo abracé. Yo también lo había pensado.

La familia empezó a murmurar: que si Lucía se aprovechó del dinero, que si Andrés era un inútil, que si Mariana era una desalmada. Nadie vino a ayudar.

Una tarde lluviosa, Mariana regresó para recoger unas cosas. Nos miramos en silencio. Ella tenía ojeras profundas y las manos llenas de cicatrices del trabajo en una panadería.

—No vine a pelear —dijo al fin—. Solo quería decirte que lo siento… pero no puedo más.

Asentí. No había nada más que decir.

Mamá murió una madrugada fría, mientras llovía sobre los techos de teja roja. Estábamos los tres: Andrés dormido en el sofá, Mariana sentada junto a la cama, yo sosteniendo su mano hasta el último suspiro.

El funeral fue pequeño. Algunos vecinos vinieron a dar el pésame; otros solo miraban desde lejos. Después del entierro, nos sentamos los tres en la sala vacía.

—¿Y ahora qué? —preguntó Andrés—. ¿Vale la pena seguir peleando por lo poco que queda?

Mariana suspiró:

—No sé… Tal vez solo queríamos sentirnos menos solos.

Me quedé mirando las fotos viejas en la pared: mamá joven con nosotros en brazos, papá sonriendo antes de irse para siempre a Venezuela buscando trabajo.

Ahora que todo terminó, me pregunto si alguna vez podremos perdonarnos por lo que hicimos —y lo que no hicimos— por mamá.

¿Ustedes creen que el dinero puede compensar el sacrificio? ¿O hay heridas familiares que nunca sanan?