La herencia que desgarró mi familia: Entre el dinero y el amor
—¿Así que ahora valgo menos que un pedazo de tierra? —grité, con la voz quebrada, mientras mi cuñada Lucía me miraba con esos ojos fríos que nunca le había conocido.
Era la noche después del velorio de Doña Carmen, mi suegra, la matriarca de la familia González. La casa, en el corazón de Puebla, olía a flores marchitas y café recalentado. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar y ser testigo de la tormenta que se desataba adentro.
Nunca imaginé que la muerte de Carmen, esa mujer fuerte y generosa que me recibió como a una hija, sería el principio del fin para nuestra familia. Pero la herencia, ese maldito testamento, cayó como una bomba en medio de nuestro duelo.
Todo comenzó cuando el notario, don Ernesto, leyó el documento en la sala. Mi esposo, Julián, apretaba mi mano con fuerza, mientras Lucía y su hermano menor, Tomás, se miraban de reojo. Nadie respiraba. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
—A mi hijo Julián, le dejo la casa en la que vivimos todos estos años —dijo el notario, y sentí el peso de todas las miradas sobre nosotros—. A Lucía, el terreno de Atlixco. A Tomás, el local del mercado.
Al principio, parecía justo. Pero en cuanto el notario cerró la carpeta, Lucía explotó:
—¡Eso no es equitativo! ¡El terreno vale mucho más que ese local viejo! ¡Y la casa… la casa es de todos!
Julián intentó calmarla, pero Lucía ya estaba fuera de sí. Tomás, siempre callado, solo bajó la cabeza. Yo sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía el dinero hacer que olvidáramos todo lo que habíamos vivido juntos?
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía dejó de hablarnos. Empezó a decirle a los vecinos que Julián había manipulado a su madre para quedarse con la casa. Mi suegro, Don Ernesto, ya no estaba para poner orden; se había ido años antes, dejando a Carmen sola con sus hijos y sus recuerdos.
Una tarde, mientras preparaba café en la cocina, escuché a Julián llorar en el patio. Me acerqué en silencio. Él, ese hombre fuerte que nunca se quebraba, estaba hecho pedazos.
—No puedo creer que mi propia hermana piense eso de mí —susurró—. Mamá siempre quiso que estuviéramos juntos, que nada nos separara.
Lo abracé. Sentí su dolor como si fuera mío. Pero también sentí miedo. Miedo de que la ambición y el rencor terminaran por destruirnos.
Las cosas empeoraron cuando Lucía llevó el asunto a los tribunales. Nos llegaron papeles, citatorios, amenazas. Los domingos, que antes eran de comida familiar y risas, se volvieron días de silencio y ausencias. Mi hijo Emiliano preguntaba por sus primos, pero yo no sabía qué decirle.
Una noche, Tomás vino a buscarme. Estaba borracho, con los ojos rojos de tanto llorar.
—No quiero pelear —me dijo—. Pero Lucía no me deja en paz. Dice que si no la apoyo, me va a quitar el local. Yo solo quiero trabajar y vivir tranquilo.
Le ofrecí un café y nos sentamos en la sala, rodeados de fotos familiares. Recordé cuando todos éramos uno solo, cuando Doña Carmen nos reunía para celebrar la vida, aunque fuera con un simple arroz con leche.
—¿Por qué el dinero puede más que el amor? —le pregunté, sin esperar respuesta.
Tomás solo suspiró. Sabía que no había respuesta fácil.
El juicio duró meses. Los abogados se llenaron los bolsillos mientras nosotros nos vaciábamos el alma. La prensa local empezó a hablar de «la familia González, dividida por la herencia». Me daba vergüenza salir a la calle.
Una tarde, después de una audiencia especialmente dura, encontré a Lucía en la puerta del juzgado. Estaba sola, con la mirada perdida.
—¿Vale la pena todo esto? —le pregunté, con la voz temblorosa.
Ella me miró, y por un instante vi a la hermana que alguna vez tuve.
—No lo sé —susurró—. Solo sé que mamá siempre me hizo sentir menos. Que nunca fui suficiente para ella.
Me quedé helada. Nunca lo había visto así. Tal vez la herencia no era solo dinero o propiedades. Era el reflejo de viejas heridas, de amores y celos no resueltos.
El juez finalmente dictó sentencia: cada quien se quedaría con lo que Doña Carmen había dejado. Pero la familia ya no era la misma. Lucía se mudó a Atlixco y dejó de hablarnos. Tomás se encerró en su trabajo. Julián y yo seguimos en la casa, pero el eco de las risas de antes se había apagado.
A veces, por las noches, me siento en el patio y miro las estrellas. Pienso en Doña Carmen, en todo lo que luchó por mantenernos unidos. Y me pregunto si algún día podremos sanar estas heridas.
¿De verdad el dinero puede más que el amor? ¿O somos nosotros los que dejamos que eso suceda? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?