La herencia que me rompió el alma: Todo lo dejó a ella, y yo quedé con las manos vacías
—¿Por qué, Ernesto? ¿Por qué me hiciste esto? —grité, apretando el sobre con el testamento en mis manos temblorosas. El notario me miró con lástima, mientras mi hija, Valeria, se acercaba a abrazarme. Pero yo no podía sentir nada. Solo vacío.
Ese día, la lluvia golpeaba los ventanales de la oficina en el centro de Guadalajara. El aire olía a papeles viejos y café frío. Ernesto había muerto hacía apenas una semana, y yo aún no podía creer que ya no volvería a escuchar su risa en la cocina ni sentir su abrazo al despertar. Pero lo que más me dolía era lo que acababa de descubrir: todo lo que habíamos construido juntos durante treinta años de matrimonio —la casa, el pequeño restaurante familiar, incluso el auto viejo que tanto cuidaba—, todo estaba a nombre de otra mujer. Una tal Lucía Ramírez.
—¿Quién es ella? —pregunté con la voz quebrada.
El notario bajó la mirada. —Señora Teresa, solo puedo decirle lo que está en el documento. El señor Ernesto dejó instrucciones claras…
No quise escuchar más. Salí corriendo bajo la lluvia, sin paraguas, sin rumbo. Sentía que cada gota era un reproche, una pregunta sin respuesta. ¿Cómo pudo Ernesto hacerme esto? ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué nunca me habló de ella?
Esa noche, Valeria intentó consolarme.
—Mamá, tal vez hay una explicación…
—¿Qué explicación puede haber para esto? —le respondí, casi gritando—. ¡Tu padre nos traicionó! ¡Nos dejó sin nada!
Valeria se quedó callada. Yo sabía que ella también estaba destrozada, pero intentaba ser fuerte por mí. Me senté en la cama y miré las fotos familiares en la pared: nuestra boda en la iglesia de San Juan de Dios, las vacaciones en Mazatlán, los cumpleaños llenos de risas y abrazos. ¿Había sido todo una mentira?
Los días siguientes fueron un infierno. Los abogados de Lucía aparecieron para reclamar la casa y el restaurante. Los vecinos murmuraban a mis espaldas; algunos decían que Ernesto tenía otra familia, otros aseguraban que siempre fue un hombre recto y que debía haber un error. Yo solo quería respuestas.
Un día, decidí buscar a Lucía. Conseguí su dirección en un barrio modesto al sur de la ciudad. Cuando llegué, una mujer de unos cuarenta años abrió la puerta. Tenía los ojos hinchados y el cabello recogido en una trenza apretada.
—¿Eres Lucía Ramírez? —pregunté sin rodeos.
Ella asintió, nerviosa.
—¿Por qué mi esposo te dejó todo? —le solté, sin poder contener las lágrimas.
Lucía me invitó a pasar. Su casa era humilde pero limpia. En la sala había fotos de un niño pequeño y un altar con veladoras.
—No sé cómo explicártelo… —empezó Lucía—. Ernesto me ayudó cuando más lo necesitaba. Mi hijo estaba enfermo y yo no tenía cómo pagar el tratamiento. Él… él fue como un ángel para nosotros.
—¿Eran amantes? —pregunté con rabia contenida.
Lucía negó con la cabeza.
—No, nunca pasó nada entre nosotros. Solo amistad y gratitud. Él decía que quería ayudarme porque nadie lo ayudó a él cuando era niño…
Me quedé en silencio. No sabía si creerle o no. Pero algo en su mirada me hizo dudar de mi enojo.
Esa noche no pude dormir. Recordé las veces que Ernesto llegaba tarde a casa, diciendo que había tenido mucho trabajo en el restaurante. ¿Había estado ayudando a Lucía todo ese tiempo? ¿Por qué no me lo contó?
Los días pasaron y la presión aumentó. Los abogados insistían en que debía desalojar la casa y entregar las llaves del restaurante. Valeria lloraba todas las noches; yo apenas comía. Mi hermana Carmen vino desde Monterrey para apoyarme.
—Tere, tienes que pelear por lo tuyo —me dijo—. No puedes dejar que te quiten todo así nada más.
Pero yo estaba cansada. Cansada de luchar, de sentirme traicionada, de no entender nada.
Una tarde, mientras recogía mis cosas del restaurante, encontré una carta escondida entre los libros de cuentas. Era de Ernesto.
«Tere,
Sé que algún día leerás esto y quizás me odies por lo que hice. No supe cómo contarte sobre Lucía y su hijo porque temía herirte. Pero vi en ellos el reflejo de mi propia infancia: solos, luchando contra todo. No podía darles mucho en vida, pero al menos quise asegurarles un futuro cuando yo ya no estuviera.
Perdóname si te fallé. Siempre fuiste mi gran amor.
Ernesto»
Leí la carta una y otra vez, llorando hasta quedarme sin fuerzas. Sentí rabia, tristeza, pero también una extraña compasión por ese hombre al que creí conocer por completo.
Al final tuve que dejar la casa y el restaurante. Valeria y yo nos mudamos a un pequeño departamento en Tlaquepaque. Empecé a trabajar como cocinera en una fonda del barrio; no era lo mismo, pero al menos podía seguir adelante.
A veces veo a Lucía en el mercado; nos saludamos con respeto silencioso. No somos amigas, pero tampoco enemigas. Ambas fuimos marcadas por las decisiones de un hombre bueno pero imperfecto.
Hoy, mientras escribo esto desde mi nueva cocina, me pregunto: ¿vale la pena amar con todo el corazón si al final te pueden traicionar así? ¿O es mejor vivir con reservas, guardando siempre algo para uno mismo?
¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante con rencor?