La herencia que nos rompió el alma en la ciudad
—¡No, mamá! ¡No podemos irnos! —grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi madre guardar nuestras pocas pertenencias en cajas de cartón.
Ella no me miró. Sus manos temblaban, pero su determinación era más fuerte que mi llanto. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Miguel del Monte, un pueblo donde todos se conocen y nadie tiene secretos… o eso creía yo.
Todo empezó con una llamada a las once de la noche. Mi madre contestó con ese tono de voz que usaba cuando temía malas noticias. Al otro lado de la línea, la voz de mi tía Lucía sonaba fría, casi como si estuviera leyendo un comunicado: “Marta, tu hermano Julián murió. Te dejó el departamento en Buenos Aires. Tienen que venir cuanto antes”.
Mi madre colgó y se quedó sentada en la oscuridad, mirando la pared como si pudiera ver a través de ella. Yo tenía quince años y nunca había salido del pueblo. Mi hermano menor, Emiliano, apenas tenía ocho y dormía abrazado a su osito de peluche. No entendía nada, pero sentía el miedo flotando en el aire.
Al día siguiente, las vecinas llegaron con café y pan dulce. Todos murmuraban sobre la herencia, sobre Julián —el tío rico que nunca venía a visitarnos— y sobre cómo la ciudad podía cambiar a las personas. “Cuidado con Buenos Aires”, decía doña Rosa, “allá la gente es distinta”.
Empacamos lo poco que teníamos y nos subimos al colectivo rumbo a la capital. El viaje fue largo y silencioso. Mi madre miraba por la ventana con los ojos hinchados de tanto llorar. Yo pensaba en mis amigos, en las tardes jugando fútbol en la plaza, en la escuela donde todos sabían mi nombre.
Cuando llegamos al edificio de la herencia, sentí que me faltaba el aire. Era un monstruo de cemento y vidrio, con portero eléctrico y cámaras en cada esquina. El departamento estaba en el piso 14. Al entrar, me deslumbró el brillo del mármol y los muebles caros. Pero todo olía a encierro y soledad.
Mi madre intentó sonreír mientras recorríamos las habitaciones enormes. Emiliano corrió a mirar por el balcón, fascinado por las luces de la ciudad. Yo solo quería volver al pueblo.
Los problemas empezaron rápido. La administradora del edificio, una señora llamada Graciela, nos miraba como si fuéramos intrusos. “¿Ustedes son los nuevos dueños? Espero que mantengan el orden aquí”, dijo sin molestarse en disimular su desconfianza.
En el colegio nuevo nadie me hablaba. Los chicos se reían de mi acento provinciano y de mi ropa sencilla. Una tarde, escuché a dos compañeras susurrando:
—Dicen que se quedaron con el departamento porque el tío era narco.
—¿En serio? Por eso nunca venía al pueblo…
Sentí rabia y vergüenza. Quise gritarles que no era cierto, pero no tenía pruebas ni fuerzas para defenderme.
En casa, mi madre empezó a cambiar. Se volvió más callada, más dura. Pasaba horas revisando papeles viejos del tío Julián, buscando explicaciones para su muerte repentina. Una noche la escuché llorar en la cocina:
—¿Por qué nos dejó esto? ¿Por qué ahora?
Emiliano se enfermó seguido. Extrañaba a sus amigos y tenía pesadillas con ruidos de autos y sirenas. Yo trataba de protegerlo, pero también me sentía perdido.
Un día llegó mi tía Lucía con su esposo Raúl. Traían trajes caros y sonrisas falsas.
—Marta, tenemos que hablar del testamento —dijo Lucía—. Julián era muy generoso, pero seguro no entendiste bien los papeles…
Discutieron durante horas. Lucía quería vender el departamento y repartir el dinero entre todos los hermanos. Mi madre se negó rotundamente.
—Esto es lo único que mis hijos tienen —dijo con voz firme—. No pienso venderlo.
Raúl se fue dando un portazo y Lucía me miró con desprecio:
—Cuídense mucho en esta ciudad… no es para cualquiera.
Esa noche soñé con mi casa del pueblo: las paredes descascaradas, el olor a tierra mojada después de la lluvia, las risas de mis amigos jugando a la escondida. Desperté llorando.
Los meses pasaron y la tensión creció. Mi madre consiguió trabajo limpiando oficinas por las noches; yo ayudaba a Emiliano con las tareas y trataba de sobrevivir en un colegio donde nadie me quería.
Un sábado por la tarde tocaron el timbre. Era don Ernesto, un vecino del piso 12.
—Chicos, ¿pueden bajar un poco el volumen? —dijo serio—. Aquí no estamos en el campo…
Me mordí los labios para no contestar mal. Sentí que nunca íbamos a encajar.
Una tarde encontré una carta escondida entre los libros del tío Julián. Era para mi madre:
“Marta,
Sé que esta herencia puede parecer una bendición o una maldición. No sé cuánto tiempo me queda ni si algún día entenderás mis decisiones. Solo quiero que mis sobrinos tengan una oportunidad distinta… lejos del dolor que yo viví aquí.”
Le mostré la carta a mi madre y lloramos juntos por primera vez desde que llegamos a la ciudad.
Con el tiempo aprendimos a sobrevivir: Emiliano hizo un amigo en el parque; yo encontré refugio en los libros y en escribir poemas sobre el pueblo; mi madre empezó a sonreír otra vez cuando cocinábamos juntos los domingos.
Pero nunca dejamos de sentirnos extraños en ese lugar lleno de lujos vacíos y miradas frías.
A veces me pregunto si valió la pena dejar todo atrás por una herencia que nos rompió el alma… ¿El dinero realmente puede comprar una nueva vida? ¿O solo sirve para recordarnos lo lejos que estamos de casa?
¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre sus raíces y una oportunidad incierta? ¿Vale más lo material o lo que llevamos dentro?