La herida que nunca cierra: El día que enfrenté a la otra mujer
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Julián? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras él dejaba las llaves sobre la mesa de la cocina. Era martes, y en nuestra casa de San Miguel de Tucumán, los martes siempre cenábamos juntos. Pero esa noche, como tantas otras últimamente, él llegó tarde y con el olor a perfume ajeno pegado a la camisa.
No sé si fue el cansancio o el miedo a escuchar una mentira más, pero no insistí. Me encerré en el baño y lloré en silencio. Pensé en nuestros hijos, en los años juntos, en las promesas que alguna vez nos hicimos bajo el cielo estrellado del norte argentino. Pero sobre todo pensé en mí: ¿en qué momento dejé de ser suficiente?
La verdad llegó una tarde cualquiera, como una tormenta inesperada. Revisando la ropa sucia, encontré un recibo de hotel escondido en el bolsillo de su pantalón. El nombre de Camila estaba escrito con tinta azul al dorso. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. No grité. No lloré. Solo guardé el recibo y esperé a que Julián regresara.
—¿Quién es Camila? —le pregunté esa noche, mostrándole el papel.
Él palideció. Se sentó frente a mí y bajó la cabeza.
—No sé cómo explicarlo… —susurró—. Fue un error. Solo pasó una vez.
Mentira. Lo supe en ese instante. No fue solo una vez. Lo vi en sus ojos, en su silencio, en la forma en que evitaba mi mirada desde hacía meses.
Esa noche dormí sola por primera vez en quince años. Los días siguientes fueron un infierno: discusiones sordas detrás de puertas cerradas, miradas esquivas durante el desayuno, los niños preguntando por qué papá ya no se quedaba a cenar. La familia se desmoronaba y yo no podía hacer nada para evitarlo.
Pasaron los años. Aprendí a vivir con la herida abierta, aunque nunca dejó de doler. Julián y yo seguimos juntos por los chicos, por miedo, por costumbre. Pero algo se había roto para siempre.
Hasta que un día, el destino decidió ponerme a prueba de nuevo.
Era una tarde calurosa de diciembre cuando la vi. Estaba en la fila del supermercado, con un niño pequeño de la mano. Su pelo oscuro y su sonrisa nerviosa me resultaron familiares al instante. Camila.
Sentí que me faltaba el aire. Dudé entre huir o enfrentarla. Pero algo dentro de mí —quizás el orgullo, quizás la necesidad de respuestas— me empujó hacia ella.
—Camila —dije, apenas un susurro.
Ella se giró y sus ojos se abrieron como platos al reconocerme.
—Mariana… yo…
Nos quedamos en silencio unos segundos eternos. El niño tironeaba de su brazo, impaciente.
—¿Podemos hablar? —le pedí.
Fuimos a una cafetería cercana. El niño se quedó jugando con un celular mientras nosotras nos sentábamos frente a frente, dos mujeres marcadas por el mismo hombre.
—No sabía que eras tú —dijo ella, bajando la mirada—. Julián me dijo que estaba separado…
Sentí rabia, pero también compasión. Vi en sus ojos el mismo dolor que yo había sentido años atrás.
—¿Lo sigues viendo? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—No. Cuando supe la verdad lo dejé todo. No podía vivir con eso…
Nos quedamos calladas. Afuera llovía fuerte y el sonido del agua golpeando los vidrios parecía marcar el ritmo de nuestros corazones rotos.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunté al fin, con la voz quebrada.
Camila suspiró.
—Estaba sola… Me sentía vacía y él fue amable conmigo. Nunca quise hacerle daño a nadie…
La miré largo rato. Por primera vez entendí que ambas éramos víctimas de las mismas mentiras.
Nos despedimos sin promesas ni reproches. Al salir del café sentí un peso menos sobre los hombros, pero la herida seguía allí, recordándome todo lo perdido.
Esa noche llegué a casa y miré a Julián dormir en el sillón. Me pregunté si alguna vez volvería a confiar en él, si algún día podría perdonarlo de verdad o si solo estaba sobreviviendo entre las ruinas de lo que alguna vez fue amor.
A veces me pregunto: ¿es posible sanar después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca cierran del todo?
¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede volver a amar después de una traición?