La herida secreta de los Mendoza
—Sergio, ven aquí, por favor… —La voz de Mariana, mi hermana mayor, apenas era un susurro entre las sábanas arrugadas del hospital público de San Juan del Río. El olor a desinfectante y sudor frío llenaba la habitación. Yo tenía el corazón en la garganta. Mariana siempre fue más que una hermana; desde que mamá murió, ella me crió como si fuera su propio hijo. Ahora, verla tan débil, con los ojos hundidos y la piel pegada a los huesos, me partía el alma.
Me acerqué a su cama. Ella me tomó la mano con una fuerza inesperada.
—Sergio, escúchame bien —dijo, con la voz temblorosa—. No me queda mucho tiempo. Pero antes de irme, necesito contarte algo… algo que nunca debí callar.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Afuera, el bullicio del hospital seguía como si nada, pero en esa habitación el tiempo se detuvo.
—Prométeme que no le dirás nada a Iván ni a Juliana —insistió Mariana, refiriéndose a nuestros otros dos hermanos—. Prométemelo.
—Te lo prometo —dije, sin saber lo que estaba aceptando.
Mariana respiró hondo y soltó la verdad como si le arrancara un pedazo del alma:
—Iván… no es nuestro hermano. Es hijo de papá con otra mujer. Mamá lo aceptó como suyo para evitar el escándalo. Yo lo supe desde niña… y nunca dije nada. Pero ahora… ahora siento que este secreto me está matando más rápido que el cáncer.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Iván, mi hermano menor, mi compañero de juegos y travesuras en las calles polvorientas del barrio, ¿no era realmente mi hermano? ¿Cómo podía ser?
—¿Por qué me lo dices ahora? —pregunté, con lágrimas en los ojos.
—Porque no quiero irme con esto adentro —susurró Mariana—. Pero tampoco quiero que Iván ni Juliana sufran. Por favor, Sergio… cuida de ellos. Haz como si nada hubiera pasado.
Me quedé sentado junto a su cama hasta que se quedó dormida. Afuera, la vida seguía: vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, una madre regañaba a su hijo por cruzar la calle sin mirar, y yo sentía que el mundo se había vuelto irreal.
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana murió una semana después, rodeada solo por mí y por el sonido lejano de una radio vieja en la sala de espera. El funeral fue sencillo; apenas alcanzamos para el ataúd más barato y unas flores marchitas. Iván y Juliana lloraban desconsolados, sin saber que yo cargaba con una verdad que me quemaba por dentro.
La casa se volvió un campo minado de silencios incómodos y miradas esquivas. Iván empezó a preguntarme cosas sobre Mariana, sobre mamá, sobre papá… Yo respondía con evasivas, sintiendo que cada palabra era una traición.
Una noche, mientras cenábamos arroz con huevo —lo único que había en la despensa—, Juliana rompió el silencio:
—¿Por qué Mariana nunca hablaba de papá? Siempre cambiaba de tema cuando le preguntábamos.
Iván bajó la mirada al plato. Yo sentí que me ahogaba.
—Quizá porque le dolía —respondí, apretando los dientes.
Pero Juliana no se conformó:
—¿Y tú qué sabes? Siempre fuiste el consentido de Mariana. Seguro te contó cosas que a nosotros no.
Me levanté de la mesa sin decir palabra y salí al patio trasero. El aire fresco no logró calmarme. Me senté en el viejo columpio oxidado y miré las estrellas. ¿Qué debía hacer? ¿Guardar el secreto como Mariana me pidió? ¿O decirle la verdad a Iván?
Pasaron los meses y la tensión creció. Iván empezó a juntarse con unos muchachos del barrio que no me gustaban nada. Llegaba tarde, olía a alcohol y una vez llegó con la camisa rota y sangre en la ceja.
—¿Qué te pasó? —le pregunté.
—Nada que te importe —me respondió con rabia contenida.
Juliana también cambió: se volvió más callada, más distante. Empezó a faltar a clases y una tarde la encontré llorando en el baño.
—¿Qué te pasa? —le pregunté, arrodillándome junto a ella.
—Extraño a Mariana… extraño cuando éramos una familia —sollozó.
Sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve ganas de gritarle toda la verdad, pero me contuve. Recordé la promesa hecha junto al lecho de muerte de Mariana y me tragué las palabras.
El día que todo explotó fue un domingo cualquiera. Estábamos los tres en casa cuando Iván entró furioso, tirando la puerta.
—¡Ya basta! —gritó—. ¡Sé que me están ocultando algo! ¡Siempre fui el diferente! ¡Siempre fui el último en enterarme de todo!
Juliana lo miró asustada. Yo intenté calmarlo:
—Iván, por favor…
—¡No! ¡Quiero saber la verdad! ¿Por qué Mariana me miraba diferente? ¿Por qué papá nunca me abrazaba igual?
No pude más. Las palabras salieron solas:
—Iván… tú… tú eres hijo de papá con otra mujer. Mamá te aceptó como suyo para protegerte…
El silencio fue absoluto. Juliana se tapó la boca con las manos; Iván se quedó paralizado unos segundos antes de salir corriendo de la casa.
Esa noche no volvió. Lo busqué por todo el barrio: en las canchas de fútbol, en el parque donde solíamos jugar de niños, incluso en casa de sus amigos problemáticos. Nadie sabía nada.
Juliana y yo pasamos la noche en vela. Al amanecer, Iván regresó: los ojos hinchados de llorar, la ropa sucia y rota.
—¿Por qué no me lo dijeron antes? —preguntó con voz rota.
No supe qué responderle. Lo abracé fuerte y lloramos juntos hasta quedarnos sin lágrimas.
Desde ese día, nada volvió a ser igual entre nosotros. La confianza se rompió; cada uno empezó a vivir su propio duelo por la familia perdida. Iván se fue a vivir con unos tíos lejanos en Monterrey; Juliana consiguió trabajo en una tienda para ayudarme con los gastos, pero apenas nos hablamos más allá de lo necesario.
A veces me pregunto si hice bien en guardar el secreto tanto tiempo o si debí confiar antes en mis hermanos. ¿Cuántas familias en nuestro país viven atadas a secretos así? ¿Cuántas heridas podrían evitarse si tuviéramos el valor de enfrentar la verdad?