La hija invisible: entre el rencor y el deber
—¿Por qué yo, mamá? ¿Por qué siempre yo? —le pregunté con la voz quebrada, mientras sostenía su mano fría y arrugada en la pequeña sala de nuestro viejo departamento en el centro de Puebla.
Ella me miró con esos ojos cansados, los mismos que tantas veces me ignoraron cuando era niña. —Porque eres la única que queda, Lucía —susurró, casi como si le doliera admitirlo.
Mi nombre es Lucía Ramírez y soy la menor de cinco hermanos. Crecí en una familia donde el amor era un lujo reservado para los primeros hijos. Mi madre, Teresa, nunca ocultó que yo fui un accidente. «Ya era muy tarde para interrumpir el embarazo», solía decirme cuando creía que no escuchaba. Pero yo siempre escuchaba. Escuchaba cada palabra, cada suspiro de resignación, cada vez que me mandaba a callar para escuchar a mis hermanos mayores.
Mi infancia fue una colección de silencios y miradas de reojo. Mientras mis hermanos recibían abrazos y palabras de aliento, yo aprendí a ser invisible. Mi padre, don Ernesto, era un hombre duro, de esos que creen que las mujeres sólo sirven para cuidar la casa. Cuando murió, yo tenía apenas doce años y ni siquiera lloré. ¿Cómo llorar por alguien que nunca te miró a los ojos?
Mis hermanos crecieron y se fueron. Javier, el mayor, se mudó a Monterrey y sólo llama cuando necesita dinero. Mariana se casó con un abogado y vive en una casa enorme en Cholula; dice que no puede venir porque «los niños están enfermos». Andrés se fue a Estados Unidos y apenas manda mensajes por WhatsApp. Y Sofía… bueno, Sofía siempre fue la favorita de mamá. Ahora vive en Veracruz y sólo aparece en Navidad.
Yo me quedé. No porque quisiera, sino porque no tuve a dónde ir. Trabajé desde los dieciséis años en una panadería del barrio para ayudar con los gastos. Mamá nunca me agradeció. «Es tu obligación», decía. «Para eso eres mujer».
Hace seis meses, mamá se enfermó. Un derrame cerebral la dejó postrada en cama. Los médicos dijeron que necesitaría cuidados constantes. Mis hermanos vinieron el primer día al hospital, lloraron un poco y después desaparecieron. «Lucía, tú eres la que está cerca», me dijeron por teléfono. «Sabes cómo es mamá, no le gusta estar con extraños».
Así empezó mi encierro. Dejé el trabajo porque nadie más podía cuidar de ella. Los días se volvieron una rutina de medicinas, pañales y comidas licuadas. A veces, mientras le limpiaba el sudor de la frente o le cambiaba la ropa empapada, sentía una rabia tan profunda que me daban ganas de gritarle todo lo que guardé durante años.
Una tarde, mientras le daba de comer, mamá me miró fijamente y murmuró: —Nunca quise esto para ti.
No supe si hablaba de su enfermedad o de mi vida entera.
—¿Y qué quisiste para mí? —pregunté sin poder evitarlo.
Ella guardó silencio. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento.
Las semanas pasaron y los gastos aumentaron. Llamé a mis hermanos para pedir ayuda. Javier dijo que estaba muy ocupado con su trabajo; Mariana prometió mandar dinero pero nunca llegó; Andrés ni siquiera contestó; Sofía me bloqueó del chat familiar porque «siempre estás reclamando».
Una noche, exhausta y sin fuerzas, me senté junto a la ventana y lloré como no lo hacía desde niña. Me pregunté si realmente era mi deber cargar con todo esto sola. ¿Por qué nadie más podía ver el peso que llevaba encima?
Un día, mientras cambiaba las sábanas de mamá, ella me tomó la mano con una fuerza inesperada.
—Perdóname, Lucía —susurró—. No supe quererte como merecías.
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle tantas cosas: que me dolió su indiferencia, que siempre quise ser vista, que necesitaba una madre y no una carcelera. Pero sólo pude asentir en silencio.
El barrio empezó a murmurar sobre mi situación. «Pobre Lucía, tan buena hija», decían las vecinas mientras barrían la banqueta. Pero nadie ofreció ayuda real. En México, cuidar a los padres enfermos es visto como un deber sagrado, especialmente para las hijas menores. Nadie se pregunta si esa hija también necesita ser cuidada alguna vez.
Una tarde calurosa de mayo, Mariana apareció sin avisar. Traía un vestido caro y un perfume fuerte que llenó toda la casa.
—Vengo a ver cómo está mamá —dijo sin mirarme a los ojos.
La llevé al cuarto donde mamá dormía. Mariana se quedó unos minutos en silencio y luego salió apresurada.
—No sé cómo puedes con todo esto —me dijo en la puerta—. Yo no podría.
—No es que pueda —le respondí—. Es que nadie más quiere hacerlo.
Mariana bajó la mirada y se fue sin despedirse.
Esa noche soñé con mi infancia: veía a mis hermanos jugando en el patio mientras yo los miraba desde la ventana, invisible como siempre.
Mamá empeoró con los días. Los médicos dijeron que era cuestión de tiempo. Empecé a sentir miedo: miedo de quedarme sola cuando ella ya no estuviera; miedo de no saber quién soy sin este peso encima; miedo de convertirme en una sombra aún más grande.
Una mañana cualquiera, mientras le daba su medicina, mamá me miró con lágrimas en los ojos.
—Gracias por no dejarme sola —dijo apenas audible.
Por primera vez sentí compasión por ella. Quizás también fue víctima de sus propias heridas, de una vida dura donde nadie le enseñó a amar sin condiciones.
El día que mamá murió estaba lloviendo fuerte. Llamé a mis hermanos pero sólo Sofía llegó al velorio. Me abrazó torpemente y lloró en silencio junto a mí.
Después del entierro, la casa quedó vacía y silenciosa. Caminé por los cuartos recordando cada momento de dolor y soledad, pero también sentí una extraña paz: había hecho lo correcto aunque nadie lo reconociera.
Hoy escribo esto sentada en la misma sala donde empezó todo. Me pregunto si algún día podré perdonar completamente a mi madre y a mis hermanos… o si aprenderé a perdonarme por haber esperado tanto amor donde nunca lo hubo.
¿Hasta cuándo las hijas invisibles seguiremos cargando con culpas ajenas? ¿Cuántas Lucías más hay allá afuera esperando ser vistas?