La maleta azul: una familia inesperada
—¡Y que ni se te ocurra volver cuando te deje tirada como a una perra!— gritó mi mamá desde la puerta, su voz rebotando en las paredes del pasillo mientras yo apretaba la manija de mi maleta azul.
No miré atrás. No podía. Si lo hacía, tal vez me quebraría. Tenía veintidós años y el corazón hecho un nudo, pero también una rabia que me empujaba hacia adelante. Caminé por la calle empedrada de nuestro barrio en San Miguel de Tucumán, sintiendo el calor pegajoso del verano y el peso de todas las palabras que nunca nos dijimos.
Mi mamá siempre fue dura. «Así es la vida, Lucía», repetía mientras me enseñaba a lavar la ropa a mano o a estirar el arroz para que alcanzara para todos. Pero esa tarde, cuando le dije que me iba con Javier —mi novio desde hacía dos años—, algo en ella se rompió. «¿Y si te sale igual que tu padre? ¿Y si te deja sola con un crío?» Me lo escupió en la cara, como si quisiera herirme antes de que la vida lo hiciera.
Javier me esperaba en la esquina, nervioso, con su moto vieja y una sonrisa temblorosa. —¿Estás segura?— me preguntó, bajito, como si temiera que mi madre pudiera oírlo desde la otra cuadra.
—No hay vuelta atrás— le respondí, aunque por dentro sentía un vértigo feroz.
Nos fuimos a vivir a una piecita alquilada en Villa 9 de Julio. Las paredes eran tan finas que escuchábamos las peleas de los vecinos y los llantos de los bebés a cualquier hora. Pero al menos era nuestro espacio. Javier trabajaba en una gomería y yo conseguí limpiar casas por horas. Soñábamos con ahorrar para algo mejor, pero el dinero apenas alcanzaba para el arroz y las lentejas.
Las primeras semanas fueron una mezcla de libertad y miedo. Nadie nos decía qué hacer, pero tampoco había nadie para ayudarnos cuando llegaban las cuentas o cuando la heladera se vaciaba antes de fin de mes. A veces, en la soledad de la noche, me preguntaba si mi mamá tendría razón. ¿Y si Javier se cansaba? ¿Y si yo no era suficiente?
Un día, mientras limpiaba el baño de la señora Marta —una clienta que vivía en Barrio Norte—, sentí un mareo fuerte. Me apoyé en el lavamanos y respiré hondo. No era la primera vez esa semana. Al volver a casa, le conté a Javier.
—¿Y si estás embarazada?— dijo él, con una mezcla de miedo y esperanza en los ojos.
Compramos un test en la farmacia del centro. Esperamos sentados en el borde de la cama, tomados de la mano. Cuando vi las dos rayitas rosas, sentí que el mundo se abría bajo mis pies.
—¿Qué vamos a hacer?— susurré.
Javier me abrazó fuerte. —Vamos a salir adelante. Como sea.—
Pero no fue tan fácil. La noticia nos llenó de dudas y discusiones. Javier empezó a trabajar más horas y llegaba agotado; yo me sentía sola, asustada y cada vez más enferma por las náuseas. Una tarde discutimos fuerte porque él quería que dejara de trabajar y yo no quería depender solo de su sueldo.
—¡No quiero terminar como mi mamá!— le grité entre lágrimas.
Él se quedó callado, mirándome con tristeza. —Yo no soy tu papá, Lucía.—
La distancia entre nosotros creció como una grieta silenciosa. Yo extrañaba a mi mamá más de lo que podía admitir. A veces marcaba su número en el celular y lo borraba antes de llamar. Imaginaba su vida sin mí: la casa más silenciosa, sus mates amargos frente al televisor encendido toda la noche.
El embarazo avanzó entre miedos y pequeños milagros: la primera ecografía, los pataditas en la panza, los nombres que discutíamos para nuestro hijo. Pero también hubo noches en las que lloré sola en el baño, preguntándome si era capaz de ser madre sin haber aprendido a ser hija.
Un día recibí un mensaje inesperado: era mi hermana menor, Camila.
«Mamá está enferma. No quiere verte pero yo sí. Vení cuando puedas.»
El corazón me dio un vuelco. Dudé mucho antes de decidirme, pero al final fui al hospital público donde estaba internada. Camila me abrazó fuerte al verme; tenía los ojos hinchados de tanto llorar.
Entré al cuarto y vi a mi mamá tan frágil como nunca antes: el pelo revuelto, la piel pálida, los ojos hundidos.
—¿Qué hacés acá?— murmuró apenas me vio.
—Vine porque soy tu hija.—
Se quedó callada un rato largo. Luego giró la cabeza hacia la ventana.
—Te fuiste igual que tu padre.—
Me dolió más de lo que esperaba.
—No soy como él.—
Ella suspiró hondo. —Eso espero.—
Nos quedamos en silencio hasta que Camila entró con un mate tibio. Nadie dijo nada sobre mi panza creciente; era como si ese tema estuviera prohibido entre nosotras.
Volví varias veces al hospital durante las semanas siguientes. De a poco, mi mamá empezó a hablarme más: sobre su infancia en Santiago del Estero, sobre cómo conoció a mi papá, sobre los sueños que tuvo y nunca pudo cumplir porque la vida se le vino encima demasiado pronto.
Una tarde, mientras le acomodaba la almohada, me tomó la mano con fuerza.
—Perdoname por lo que te dije aquel día.—
Sentí un nudo en la garganta.
—Yo también te lastimé.—
Nos abrazamos por primera vez en años. Lloramos juntas como dos niñas asustadas.
Cuando nació mi hijo Tomás, mi mamá ya estaba mejor. Fue al hospital con Camila y trajo un ajuar tejido por ella misma: un saquito celeste igual al que yo usé cuando era bebé.
—No sé si voy a ser una buena abuela— dijo con voz temblorosa— pero quiero intentarlo.
La familia que formé no fue la que soñé ni la que mi mamá imaginó para mí. Pero aprendimos a reconstruirnos desde las heridas, a pedir perdón aunque duela y a entender que nadie es perfecto: ni las madres ni las hijas.
A veces miro a Tomás dormir y me pregunto si algún día él también querrá huir de mí para buscar su propio destino. ¿Será capaz de perdonarme mis errores? ¿Ojalá pueda enseñarle que el amor verdadero es ese que se reconstruye después del dolor?
¿Ustedes también han sentido alguna vez que tenían que romperlo todo para empezar de nuevo? ¿Vale la pena arriesgarse por una vida propia aunque duela tanto?