La maleta de ruedas: una semana para cambiarlo todo
—¡Mamá, ya basta! ¡No soy una niña! —grité mientras arrastraba mi maleta de ruedas por el pasillo angosto del departamento. El eco de mis palabras rebotó en las paredes, mezclándose con el llanto ahogado de mi madre desde la cocina.
—Magdalena, ¿por qué tienes que ser tan terca? —su voz temblaba, pero no cedía—. No conoces a ese muchacho, no sabes lo que puede pasar en una ciudad como Buenos Aires.
—¡Se llama Tomás y lo conozco mejor que a nadie! —respondí, aunque en el fondo sentía un nudo en el estómago. ¿De verdad lo conocía? ¿O solo quería escapar de la sombra de mi madre?
Desde que papá se fue a vivir a Salta con su nueva familia, mamá se volvió sobreprotectora. No podía salir ni a la esquina sin que me llamara tres veces. Pero ahora tenía 20 años, estudiaba Derecho en la UBA y sentía que la vida se me escapaba entre las manos si no hacía algo por mí.
—¿Y la facultad? ¿La beca? —insistió ella, secándose las lágrimas con el delantal—. La sesión de exámenes es en dos semanas.
—¡Voy a estudiar! ¡Solo es una semana! —le aseguré, aunque ni yo me lo creía. Lo único que quería era perderme en las calles de San Telmo, sentirme libre, besar a Tomás sin miedo a que alguien nos viera.
Esa noche casi no dormí. Escuchaba los pasos de mamá y el ruido del televisor encendido hasta tarde. Cuando por fin amaneció, ella ya estaba en la puerta con una taza de mate y los ojos hinchados.
—Llamame cuando llegues —me dijo, sin mirarme a los ojos.
—Te lo prometo, má —susurré, y salí al mundo con mi maleta de ruedas, sintiendo que cada paso era una traición y una victoria al mismo tiempo.
El viaje en colectivo fue largo y caluroso. Tomás me esperaba en la terminal con una sonrisa nerviosa y un ramo de margaritas marchitas. Nos abrazamos torpemente, como si ambos supiéramos que estábamos haciendo algo prohibido.
—¿Estás segura de esto? —me preguntó mientras subíamos al Uber rumbo al departamento que habíamos alquilado por Airbnb.
—No lo sé —admití—. Pero necesito intentarlo.
Los primeros días fueron un sueño: caminatas por Puerto Madero, pizzas en Corrientes, besos robados en los parques. Pero pronto la realidad golpeó la puerta. Una tarde, mientras revisaba mi celular, vi cinco llamadas perdidas de mamá y un mensaje: «Magda, volvé. Es urgente».
El corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme. Tomás me miró preocupado.
—¿Qué pasó?
—No sé… algo anda mal —le dije, y marqué el número de mamá con manos temblorosas.
—Magdalena… —su voz era apenas un susurro—. Tu abuela está muy mal. Los médicos dicen que no pasa de esta noche.
Sentí que el mundo se desmoronaba. Mi abuela Rosa era mi refugio, la única que entendía mis ganas de volar lejos. Sin pensarlo dos veces, hice la valija y salí corriendo a la terminal.
Tomás quiso acompañarme, pero le pedí que se quedara. Necesitaba enfrentar esto sola.
El viaje de regreso fue un infierno. Cada kilómetro era una punzada de culpa. ¿Por qué me fui justo ahora? ¿Por qué siempre pienso primero en mí?
Llegué al hospital justo a tiempo para tomarle la mano a la abuela antes de que partiera. Sus últimas palabras fueron para mí:
—No te detengas por nadie, Magdita… pero nunca olvides de dónde venís.
Lloré como nunca antes. Mamá me abrazó fuerte, y por primera vez en años sentí que éramos un equipo roto pero unido por el dolor.
Los días siguientes fueron un torbellino de trámites, lágrimas y silencios incómodos. Mamá apenas me hablaba; yo tampoco sabía qué decirle. Una tarde, mientras ordenaba las cosas de la abuela, encontré una carta dirigida a mí:
«Querida Magda,
Sé que querés volar lejos y está bien. Yo también fui joven y rebelde. Pero no olvides que la libertad tiene un precio: a veces es la soledad, a veces la culpa. Elegí bien tus batallas y nunca cierres la puerta del corazón a quienes te aman, aunque te duela.
Con amor,
Tu abuela Rosa»
Esa carta me rompió y me reconstruyó al mismo tiempo. Por primera vez entendí a mamá: su miedo era amor mal expresado. Esa noche me senté a su lado en el sillón y le tomé la mano.
—Perdón por irme así —le dije—. Solo quería sentirme viva… pero no quiero perderte en el camino.
Ella lloró en silencio y me abrazó como cuando era chica.
La semana siguiente volví a Buenos Aires para rendir los exámenes. Tomás me esperaba con otra sonrisa nerviosa y más margaritas marchitas.
—¿Todo bien? —preguntó.
—No sé —le respondí—. Pero ahora sé que no quiero huir de mi vida; quiero construirla, aunque duela.
Aprobé los exámenes y renové la beca. Mamá empezó terapia y yo también. Aprendimos a hablarnos sin gritos ni reproches, aunque todavía hay días difíciles.
A veces miro mi maleta de ruedas guardada bajo la cama y pienso en todo lo que cargué en ella: miedo, culpa, sueños y amor. Ahora sé que crecer es aprender a llevar ese peso sin dejar que te hunda.
¿Ustedes también han sentido ese deseo de huir y al mismo tiempo el miedo de perder lo más importante? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por un poco de libertad?