La mentira que me robó el sueño: una historia de amor y traición en Medellín

—¿Cómo pudiste hacerme esto, Julián? ¡Estoy embarazada y tú has estado viviendo una mentira!

Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de rabia. El apartamento olía a café frío y a promesas rotas. Julián, con la mirada clavada en el suelo, apenas se atrevía a levantar la vista. Afuera, Medellín seguía su ritmo frenético, ajena a mi tragedia personal. Yo sentía que el mundo se detenía en ese instante, que el aire se volvía más denso y que mi corazón latía tan fuerte que podía escucharlo rebotar en las paredes.

Nunca pensé que sería una de esas mujeres que aparecen en las telenovelas, llorando por un hombre que resultó ser un farsante. Siempre creí que mi historia sería diferente. Julián era el hombre perfecto: atento, trabajador, con esa sonrisa paisa que derrite hasta la más dura. Nos conocimos en la universidad, en una charla sobre emprendimiento social. Él hablaba de cambiar el mundo; yo soñaba con construir una familia lejos de los dramas de mi infancia.

Pero esa noche, todo se vino abajo. La llamada de una mujer desconocida lo cambió todo. «¿Por qué no contestas? Soy Laura, tu esposa. ¿Dónde estás?». El teléfono vibró sobre la mesa y yo, sin quererlo, vi el nombre en la pantalla. Julián palideció. Sentí un frío recorrerme la espalda.

—¿Quién es Laura? —pregunté con voz baja, casi suplicante.

Él tartamudeó, buscó palabras que no existían. «No es lo que piensas», murmuró. Pero sí lo era. Era exactamente lo que pensaba: Julián tenía otra vida, otra mujer, otra familia.

Me levanté del sofá como si me quemara. Las lágrimas me nublaban la vista, pero no podía dejarme caer. No ahora. No frente a él.

—¿Cuánto tiempo llevas mintiéndome? —insistí—. ¿Desde cuándo soy solo tu segunda opción?

Julián intentó acercarse, pero retrocedí. Sentí náuseas, no sabía si por el embarazo o por la repulsión. «Te amo», dijo él, como si esas palabras pudieran arreglar algo.

—¿Amor? ¿Eso es amor para ti? ¿Mentirle a dos mujeres? ¿Jugar con nuestras vidas?

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Recordé a mi mamá diciéndome de niña: «Hija, los hombres prometen el cielo y te dejan sola en el infierno». Yo siempre pensé que exageraba, que no todos eran iguales. Pero ahora entendía su dolor.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Julián me llamaba, me escribía cartas que no leía. Mi hermana Camila vino a verme y me abrazó fuerte.

—No estás sola, Isa —me dijo—. Somos familia y vamos a salir adelante.

Pero yo me sentía sola como nunca antes. En las noches, acariciaba mi vientre y le hablaba a mi bebé:

—Perdóname por no darte el papá que mereces. Pero te prometo que nunca te mentiré.

La noticia corrió rápido entre mis amigas del barrio Laureles. Algunas me miraban con lástima; otras con ese brillo morboso de quien disfruta el drama ajeno. Mi abuela Marta rezaba por mí todas las noches y me preparaba chocolate caliente para calmarme los nervios.

Un día, Laura apareció en mi puerta. Era más joven de lo que imaginé, con los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Tú también? —me preguntó sin rodeos.

Asentí en silencio. Nos sentamos en la sala como dos desconocidas unidas por el mismo dolor.

—Tengo dos hijos pequeños —me confesó—. Pensé que Julián era un buen hombre…

No supe qué decirle. Solo le tomé la mano y lloramos juntas. En ese momento entendí que ninguna de las dos era culpable; solo éramos víctimas de las mentiras de un hombre cobarde.

Las semanas pasaron lentas y pesadas. Decidí no volver a ver a Julián. Cambié mi número, bloqueé sus redes sociales y me enfoqué en mi embarazo. Conseguí trabajo vendiendo postres caseros en la universidad y poco a poco fui recuperando mi fuerza.

Una tarde lluviosa, mientras entregaba un pedido, sentí la primera patadita de mi bebé. Lloré de alegría y miedo al mismo tiempo. Sabía que mi vida nunca sería igual, pero también supe que podía salir adelante sin él.

Mi mamá vino desde Santa Rosa de Osos para ayudarme los últimos meses del embarazo. Me contó historias de mujeres fuertes de nuestra familia: tías abandonadas, abuelas viudas jóvenes, primas luchadoras.

—Nosotras no necesitamos un hombre para ser felices —me dijo—. Lo importante es que te tengas a ti misma.

El día del parto fue largo y doloroso, pero cuando escuché el llanto de mi hija Valentina, todo valió la pena. La miré a los ojos y sentí una paz nueva, una fuerza desconocida.

Ahora Valentina tiene tres meses y cada día me enseña algo nuevo sobre el amor verdadero: ese amor que no miente ni traiciona.

A veces me pregunto si algún día podré confiar otra vez en alguien. Si podré mirar a otro hombre sin pensar en las mentiras de Julián. Pero también sé que no estoy rota; solo soy más fuerte.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos engañen con promesas vacías? ¿Cuántas mujeres más tienen que pasar por esto para aprender a amarse primero a sí mismas?