La mesa que nunca fue mía

—No tienes que sentarte en la mesa. Tu trabajo es asegurarte de que los invitados estén felices y bien alimentados.

Las palabras de Julián retumbaron en mi cabeza como una campana rota. Era la noche del cumpleaños de su madre, doña Rosa, y la casa estaba llena de risas, música de boleros y el aroma del arroz con pollo que yo misma había preparado. Pero yo no estaba invitada a la mesa. No realmente. Mi lugar era entre la cocina y el comedor, sirviendo platos, llenando copas y recogiendo servilletas arrugadas.

Me detuve un segundo en el umbral, con la bandeja en las manos, viendo cómo Julián reía con sus hermanos, cómo su madre me miraba de reojo para asegurarse de que no faltara nada. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cuándo fue que mi vida se redujo a esto? ¿En qué momento dejé de ser Lucía para convertirme en «la esposa de Julián»?

Esa noche, cuando los invitados se fueron y el eco de las carcajadas se apagó, me senté en la cocina, exhausta. Julián entró, se sirvió un vaso de agua y me miró como si nada hubiera pasado.

—¿Por qué no te sentaste a comer con nosotros? —preguntó, sin rastro de ironía.

—Porque tú mismo dijiste que mi trabajo era servir —respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Él se encogió de hombros.

—Así es en todas las casas. Mi mamá siempre lo hizo así. No entiendo por qué te molesta tanto.

No respondí. ¿Para qué? Sabía que discutir con Julián era como hablarle a una pared. Él había heredado esa visión de mundo donde las mujeres servimos y los hombres disfrutan. Donde el sacrificio femenino es invisible y esperado.

Al día siguiente, mientras lavaba los platos, decidí preguntarle qué quería para su cumpleaños. Tal vez si hacía algo especial por él, cambiaría su actitud conmigo.

—¿Qué te gustaría para tu cumpleaños? —le pregunté mientras él hojeaba el periódico.

—Una suscripción al gimnasio —dijo sin levantar la vista.

Me sorprendí. Nunca le había gustado hacer ejercicio.

—¿Pero si ni siquiera te gusta entrenar?

—No —respondió encogiéndose de hombros—. Pero todos mis amigos van al gimnasio ahora. Es lo que se hace.

Me quedé callada. Era como si Julián viviera siguiendo un guion ajeno, uno donde ni siquiera sus propios deseos importaban. ¿Y yo? Yo ni siquiera tenía derecho a escribir una línea en ese libreto.

Esa tarde fui al mercado con mi hija Camila. Tenía ocho años y una mirada curiosa que me recordaba a mí misma antes de resignarme a la rutina. Mientras elegíamos tomates, me preguntó:

—Mamá, ¿por qué tú nunca te sientas a comer con nosotros cuando hay visitas?

Me quedé helada. No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña que su madre era invisible en su propia casa?

—A veces las mamás hacen cosas para que todos estén contentos —dije al fin, sintiendo un nudo en la garganta.

Camila frunció el ceño.

—Pero tú también deberías estar contenta.

Esa noche no pude dormir. Me di cuenta de que estaba criando a mi hija para repetir mi historia. Para aceptar lo inaceptable. Para callar cuando debía gritar.

Al día siguiente, decidí hablar con Julián. Esperé a que Camila se fuera a dormir y me senté frente a él en la sala.

—Julián, necesito hablar contigo —dije, tratando de sonar firme.

Él levantó la vista del celular, molesto por la interrupción.

—¿Ahora qué pasó?

—No quiero seguir siendo invisible en esta casa —dije de golpe—. No quiero que Camila crezca pensando que su mamá solo sirve para servir a los demás.

Julián bufó.

—Estás exagerando. Así son las cosas aquí. No te pongas dramática.

Sentí cómo la rabia me subía por el pecho.

—No estoy exagerando. Estoy cansada de ser la última en todo. De no tener derecho ni siquiera a sentarme a la mesa en mi propia casa.

Él se levantó bruscamente.

—Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta —dijo antes de encerrarse en el cuarto.

Me quedé sola en la sala, temblando de miedo y coraje. Por primera vez pensé seriamente en irme. ¿Pero adónde? No tenía trabajo ni familia cerca. Mi madre vivía en un pueblito en Chiapas y apenas tenía para sobrevivir ella misma.

Pasaron los días y el ambiente en casa se volvió tenso. Julián apenas me hablaba y Camila notaba el cambio. Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché a Camila hablar con su muñeca:

—Tú sí puedes sentarte a la mesa porque eres valiente —le decía—. Mi mamá también va a ser valiente algún día.

Sentí las lágrimas correrme por las mejillas. ¿Qué ejemplo le estaba dando?

Esa noche tomé una decisión. Al día siguiente, busqué trabajo como ayudante en una panadería del barrio. No era mucho, pero era un comienzo. Cuando le conté a Julián, se rió en mi cara.

—¿Vas a dejar a tu hija sola por irte a ganar unos pesos? Qué irresponsable eres.

Pero esta vez no me dejé intimidar.

—Prefiero ser una madre que lucha por sí misma que una madre invisible —le respondí.

Los primeros días fueron duros. Me dolían los pies y las manos de amasar pan desde las cinco de la mañana. Pero cada vez que veía a Camila sonreírme orgullosa al regresar a casa, sentía que valía la pena.

Con el tiempo, empecé a ahorrar un poco de dinero y a sentirme más segura de mí misma. Empecé a sentarme a la mesa con Camila aunque Julián protestara. Poco a poco fui recuperando mi voz, mi espacio y mi dignidad.

Un día, mientras desayunábamos juntas, Camila me abrazó fuerte y me dijo:

—Mamá, ahora sí eres valiente.

La abracé llorando, sabiendo que aún quedaba mucho camino por recorrer pero también sabiendo que ya no volvería a ser invisible nunca más.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres seguimos sirviendo mesas ajenas sin atrevernos a sentarnos? ¿Cuándo vamos a reclamar nuestro lugar sin miedo? ¿Y tú… ya te sentaste en tu propia mesa?