La nevera vacía y el corazón lleno de dudas: La historia de Tomás y su familia
—¡Otra vez la nevera vacía, Tomás! —grité desde la cocina, mientras sostenía la puerta abierta y sentía el aire frío en mis mejillas, como si quisiera congelar también mis palabras. Mi esposo, Ernesto, me miró desde el comedor con esa mezcla de resignación y tristeza que últimamente era su único gesto. Tomás, nuestro hijo de 32 años, ni siquiera respondió; estaba encerrado en su cuarto, pegado a la computadora, como siempre.
No sé en qué momento la vida se nos fue de las manos. Cuando Tomás era niño, corría por la casa con sus primos, se reía a carcajadas y soñaba con ser futbolista. Ahora, apenas sale de su habitación. Trabaja desde casa para una empresa de tecnología en Buenos Aires, pero ni siquiera eso lo anima a salir a la calle. Su mundo cabe en una pantalla y en las bolsas de comida rápida que se acumulan en la basura.
—¿No te parece que deberíamos hablar con él? —me susurró Ernesto una noche, mientras lavaba los platos.
—¿Hablarle de qué? ¿De que no puede seguir así? ¿De que tiene que buscarse una novia, mudarse, vivir su vida? —respondí, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.
La verdad es que yo también tenía miedo. Miedo de herirlo, miedo de perderlo. Pero sobre todo miedo de que nunca encontrara su lugar en el mundo.
Esa noche me acerqué a su puerta y toqué suavemente.
—Tomás, ¿puedo pasar?
—Sí, má.
Entré y lo vi sentado frente al monitor, la luz azulada iluminando su rostro redondeado. Había engordado mucho en los últimos años; las caminatas al parque quedaron atrás junto con su juventud. Me senté en la cama y lo miré.
—Hijo… ¿no crees que deberías salir un poco? Conocer gente…
Él bajó la mirada. —No tengo tiempo, má. Además… ¿para qué? Nadie me va a mirar dos veces.
Sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento mi hijo perdió la fe en sí mismo?
Los días pasaban y la rutina era siempre igual: Ernesto salía temprano a trabajar en el taller mecánico del barrio; yo iba al mercado y regresaba con lo justo porque el dinero no alcanzaba. La inflación nos tenía contra las cuerdas. Y Tomás… Tomás seguía ahí, como un mueble más.
Una tarde, mientras acomodaba las compras en la despensa casi vacía, escuché a Ernesto discutir por teléfono.
—No puede ser que tengamos que seguir manteniéndolo —decía con voz baja pero firme—. Ya no somos jóvenes, Lucía está cansada y yo también…
Me acerqué y le toqué el hombro.
—¿Con quién hablabas?
—Con mi hermana. Dice que deberíamos ponerle límites a Tomás. Que así nunca va a salir adelante.
Me quedé callada. ¿Y si tenía razón?
Esa noche cenamos en silencio. El único sonido era el del tenedor de Tomás chocando contra el plato vacío. De pronto, Ernesto explotó:
—¡Tomás! ¿No te das cuenta de que esto no puede seguir así? ¡Tienes 32 años! ¡No puedes vivir encerrado toda la vida!
Tomás dejó el tenedor y nos miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Ustedes creen que no lo intento? ¿Que no me doy cuenta? ¡Pero no puedo! No puedo salir a la calle sin sentir que todos me miran… que todos piensan que soy un fracaso…
El silencio fue tan pesado como el aire antes de una tormenta. Yo me levanté y lo abracé fuerte.
—Hijo… no eres un fracaso. Pero tienes que intentarlo. Por ti… por nosotros.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que lo protegí demasiado, en todas las veces que le evité un dolor o una decepción. ¿Había sido culpa mía?
Al día siguiente decidí buscar ayuda. Fui al centro comunitario del barrio y hablé con la psicóloga, la doctora Valeria Méndez.
—Lucía —me dijo—, muchos jóvenes están pasando por lo mismo. El encierro, la ansiedad, el miedo al rechazo… No es solo tu hijo. Pero necesita ayuda profesional. Y ustedes también necesitan aprender a soltar.
Volví a casa con un folleto arrugado en la mano y el corazón un poco más liviano. Esa tarde convencí a Tomás de ir juntos a una sesión.
La primera vez fue difícil; apenas habló. Pero poco a poco empezó a abrirse. Habló de sus miedos, de cómo sentía que había defraudado nuestras expectativas, de cómo cada kilo extra era una barrera más entre él y el mundo.
Ernesto también fue cambiando. Empezó a invitarlo a caminar al parque los domingos; yo cocinaba juntos recetas más saludables y trataba de no presionarlo tanto.
No fue fácil ni rápido. Hubo recaídas, discusiones, lágrimas. Pero también hubo pequeños logros: una tarde Tomás salió solo a comprar pan; otra vez aceptó una invitación para tomar mate con unos amigos del trabajo.
Un día llegó a casa con una sonrisa tímida.
—Má… conocí a alguien —me dijo—. Se llama Mariana. Es diseñadora gráfica y… bueno, hablamos mucho por chat.
Sentí una alegría inmensa mezclada con miedo: ¿y si volvía a encerrarse? ¿Y si se ilusionaba para nada?
Pero esta vez decidí confiar.
Hoy la nevera sigue vacía más veces de las que quisiera y el dinero sigue sin alcanzar para lujos. Pero Tomás está aprendiendo a vivir su propia vida, paso a paso. Y nosotros estamos aprendiendo a dejarlo ir sin dejar de amarlo.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias latinoamericanas estarán pasando por lo mismo? ¿Cuántas madres sienten este miedo callado por sus hijos adultos? ¿Qué harían ustedes en mi lugar?