La noche en que mi vida cambió para siempre: El regreso inesperado de mi nieta
—¡Mamá, despierta!— gritó mi esposo, Ernesto, mientras la lluvia golpeaba con furia los ventanales de nuestra casa en las afueras de Medellín. El reloj marcaba las tres de la madrugada y el timbre sonaba una y otra vez, como si alguien suplicara auxilio. Mi corazón latía tan fuerte que sentí que iba a romperme el pecho. Bajé las escaleras temblando, con la bata mal puesta y los pies descalzos. Ernesto abrió la puerta y allí, bajo la tormenta, estaba una niña empapada, abrazando una mochila rosa.
No podía tener más de cinco años. Sus ojos grandes y oscuros me miraban con miedo y esperanza al mismo tiempo. En su manito apretaba una nota arrugada. Miré alrededor buscando a alguien más, pero la calle estaba vacía. Ernesto tomó a la niña en brazos y la metió en casa. Yo le quité la chaqueta mojada y la envolví en una manta mientras él leía la nota en voz alta:
“Cuídenla como me cuidaron a mí. No puedo quedarme. Perdónenme.”
La letra era inconfundible. Era de Mariana, nuestra hija, desaparecida hacía siete años. Sentí que el mundo se me venía abajo. ¿Dónde estaba? ¿Por qué nos hacía esto? ¿Por qué dejaría a su hija aquí, sola, en medio de la noche?
Esa noche no dormimos. La niña —Luciana, como supimos después— no decía palabra. Solo nos miraba con esos ojos tristes mientras tomaba el chocolate caliente que le preparé. Ernesto lloró en silencio; yo no podía ni llorar. Sentía rabia, miedo, culpa… ¿Dónde habíamos fallado como padres?
Mariana siempre fue una niña rebelde, pero también dulce y generosa. Cuando tenía quince años empezó a juntarse con un grupo de chicos del barrio San Javier, algunos mayores que ella. Yo intenté hablar con ella muchas veces:
—Mariana, hija, esos muchachos no te convienen —le decía mientras preparaba arepas para la cena.
—¡Déjame en paz, mamá! Tú no entiendes nada —me gritaba, tirando la puerta de su cuarto.
Ernesto intentó acercarse a ella de otra manera:
—Mija, ¿por qué no vienes conmigo al taller este sábado? Te enseño a arreglar motos —le propuso una tarde.
Pero Mariana solo quería escapar. Un día simplemente no volvió del colegio. La buscamos por hospitales, comisarías, hablamos con sus amigas, pegamos carteles por toda la ciudad… Nada. La policía nos decía que seguramente se había ido por voluntad propia. Nadie nos ayudó realmente.
Los años pasaron y el dolor se volvió parte de nuestra rutina. Seguíamos poniendo un plato más en la mesa por si algún día regresaba. Ernesto se volvió más callado; yo me refugié en la iglesia y el trabajo comunitario para no volverme loca.
Y ahora, de repente, Luciana estaba aquí. Una niña inocente que no tenía culpa de nada y que necesitaba amor y protección. Pero cada vez que la miraba veía los ojos de Mariana y sentía una punzada de dolor.
Los primeros días fueron difíciles. Luciana apenas hablaba; lloraba por las noches llamando a su mamá. Yo intentaba consolarla:
—Tranquila, mi amor, aquí estás segura —le susurraba mientras le acariciaba el cabello.
Pero dentro de mí sentía rabia hacia Mariana. ¿Cómo pudo abandonarla así? ¿Qué clase de madre hace eso?
Una tarde, mientras Luciana jugaba en el patio con Ernesto, encontré una foto vieja entre sus cosas: Mariana abrazando a Luciana bebé en una plaza que no reconocí. Detrás había un número de teléfono escrito con lápiz. Dudé mucho antes de marcarlo.
—¿Aló? —contestó una voz femenina joven.
—¿Mariana? —pregunté temblando.
Hubo un silencio largo.
—Mamá…
No supe qué decirle. Lloré como nunca antes.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué nos dejaste? —le pregunté entre sollozos.
—No podía quedarme… No podía darle a Luciana lo que necesita… Hay gente mala buscándome… Si me quedo cerca les harían daño a ustedes también…
Quise gritarle que era una cobarde, que nos había destrozado la vida dos veces, pero solo pude decir:
—¿Vas a volver por ella?
—No lo sé… Solo cuídala… Por favor…
La llamada se cortó y sentí un vacío inmenso.
A partir de ese día decidí que tenía que ser fuerte por Luciana. Empecé a llevarla al jardín infantil del barrio; poco a poco fue haciendo amigos y sonriendo más seguido. Ernesto le enseñó a montar bicicleta y los domingos íbamos juntos al parque a volar cometas.
Pero la gente hablaba. En el mercado las vecinas murmuraban:
—¿No es esa la niña que apareció de la nada? ¿Será cierto lo que dicen de Mariana?
Sentía vergüenza y rabia al mismo tiempo. Una vez incluso una señora me preguntó directamente:
—¿Y usted cómo sabe que esa niña es realmente su nieta?
Me dieron ganas de gritarle que se metiera en sus asuntos, pero solo apreté los dientes y seguí adelante.
Las noches seguían siendo difíciles. Luciana preguntaba por su mamá cada vez menos, pero yo sabía que la extrañaba. Una noche me abrazó fuerte y me dijo:
—Abuela, ¿tú crees que mi mamá va a volver?
No supe qué responderle. Solo le besé la frente y le dije:
—Te prometo que siempre voy a estar aquí para ti.
A veces pienso en Mariana y me pregunto si hice todo lo posible para ayudarla cuando era adolescente. ¿Debí ser más estricta? ¿Más comprensiva? ¿Dónde fallamos Ernesto y yo? ¿Fue culpa nuestra que buscara refugio en personas peligrosas?
Hoy Luciana tiene seis años y es una niña feliz dentro de lo posible. Pero cada vez que veo su sonrisa siento una mezcla de alegría y tristeza; alegría porque está con nosotros, tristeza porque sé que su madre sigue perdida en algún lugar del mundo.
A veces me despierto en medio de la noche esperando escuchar el timbre otra vez, esperando ver a Mariana regresar por fin… Pero solo escucho el silencio y la lluvia golpeando los vidrios.
Me pregunto: ¿Algún día podré perdonar a mi hija por lo que hizo? ¿O tendré que aprender a vivir con este dolor para siempre? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?