La noche en que mis hijos volvieron a la mesa
—¿Por qué tienes que gritarle así a tu hermano, Camila? —Mi voz tembló, más por cansancio que por enojo. El vapor del arroz llenaba la cocina, y afuera la lluvia caía con fuerza sobre el techo de lámina, como si quisiera colarse en cada rincón de nuestra casa en Iztapalapa.
Camila me miró con esos ojos oscuros, llenos de rabia y algo más que no supe descifrar. —¡Porque nunca escucha! ¡Siempre está en su mundo! —gritó, y el eco de su voz pareció rebotar en las paredes manchadas de humedad.
Mi hijo menor, Emiliano, bajó la cabeza. Tenía quince años y desde que su papá se fue, se había vuelto un fantasma en casa. Apenas hablaba, apenas comía. Yo sentía que cada día lo perdía un poco más.
Esa noche era especial. Había logrado juntar unos pesos extras vendiendo tamales en la esquina y compré pollo para hacer mole, como le gustaba a mi mamá. Quería que mis hijos recordaran que, a pesar de todo, seguíamos siendo una familia.
—Hoy cenamos juntos —dije, tratando de sonar firme. Camila bufó y Emiliano ni siquiera levantó la vista del celular. Sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento nos habíamos perdido así?
Mientras ponía la mesa, recordé los días en que todo era más sencillo. Cuando mi esposo, Julián, llegaba cansado pero sonriente y los niños corrían a abrazarlo. Pero desde que se fue con otra mujer a Veracruz, la casa se llenó de silencios y reproches. Yo trabajaba doble turno y apenas tenía fuerzas para sonreírles a mis hijos.
—Mamá, ¿por qué insistes? —preguntó Camila, cruzando los brazos—. Si ni siquiera parecemos familia ya.
Me detuve. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. —Porque lo somos —susurré—. Porque si no lucho por esto, ¿qué nos queda?
Emiliano dejó el celular y me miró por primera vez en semanas. Sus ojos estaban rojos, como si hubiera llorado en secreto. —Yo extraño cuando papá estaba aquí —dijo bajito—. Pero ya no va a volver, ¿verdad?
Negué con la cabeza. Me acerqué y lo abracé fuerte. Camila se quedó parada, rígida, pero vi cómo sus labios temblaban.
La cena fue un campo de batalla silencioso. El mole estaba delicioso, pero nadie decía nada. Solo el sonido de la lluvia y los cubiertos chocando contra los platos llenaban el aire.
De pronto, Camila rompió el silencio:
—¿Tú también extrañas a papá?
No supe qué responder. Claro que lo extrañaba. Extrañaba su risa, sus bromas tontas, hasta sus defectos. Pero sobre todo extrañaba la familia que éramos antes.
—Sí —admití—. Pero los tengo a ustedes. Y eso es lo único que me da fuerzas para seguir.
Emiliano empezó a llorar en silencio. Camila se levantó bruscamente y salió al patio bajo la lluvia. Dudé un segundo antes de seguirla.
La encontré sentada en el escalón, empapada y temblando.
—No sé cómo seguir, mamá —me dijo entre sollozos—. Siento que todo se rompió y no sé cómo arreglarlo.
Me senté a su lado y la abracé fuerte, como cuando era niña y tenía miedo de las tormentas.
—No tienes que saberlo todo ahora —le susurré—. Solo tienes que estar aquí conmigo y con tu hermano. Lo demás lo vamos resolviendo juntas.
Volvimos adentro empapadas y riendo entre lágrimas. Emiliano nos miró sorprendido y luego sonrió tímidamente.
Esa noche hablamos por horas. De papá, de la escuela, de los sueños rotos y los nuevos sueños que podíamos construir juntos. Por primera vez en mucho tiempo sentí que algo sanaba dentro de mí.
Cuando los niños se fueron a dormir, me quedé sola en la mesa con los platos sucios y el corazón lleno de esperanza y miedo al mismo tiempo.
A veces pienso que la vida es como esa lluvia: golpea fuerte, parece interminable, pero siempre hay un momento en que amaina y deja un aire limpio para volver a empezar.
¿Será posible reconstruir lo que se ha roto? ¿O solo aprendemos a vivir con las grietas? ¿Ustedes qué piensan?