La noche que lo cambió todo: Entre traiciones y cicatrices, aprendí a levantarme

—¡No me mientas más, Julián! —grité, con la voz quebrada y las manos temblando mientras la lluvia golpeaba los ventanales de nuestro pequeño departamento en el centro de Medellín. Él me miró, los ojos llenos de culpa, y por un segundo sentí que el tiempo se detenía. Afuera, los truenos retumbaban como si el cielo mismo quisiera romperse junto conmigo.

No sé cómo logré mantenerme en pie. Había encontrado los mensajes en su celular por accidente, buscando una foto para la tarea de nuestra hija Valeria. «Te extraño, amor», decía uno. «¿Cuándo nos vemos otra vez?», preguntaba otro. El nombre: Camila. Una mujer que yo conocía, una amiga de la universidad con la que solíamos tomar café los viernes.

—No es lo que piensas, Lucía —balbuceó Julián, pero su voz sonaba hueca, como si ni él mismo creyera en sus palabras.

—¿Entonces qué es? ¿Un malentendido? ¿Una broma? —sentí cómo mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho.

La discusión se volvió un torbellino de reproches y lágrimas. Valeria, con apenas ocho años, se asomó a la puerta de su cuarto con los ojos grandes y asustados. «¿Mami, qué pasa?», preguntó con esa inocencia que me partió el alma. La abracé fuerte, como si pudiera protegerla del dolor que yo misma no sabía cómo manejar.

Esa noche no dormí. Me senté en la sala, viendo cómo las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos. Recordé cuando Julián y yo llegamos a Medellín desde Pasto, llenos de sueños y promesas. Él consiguió trabajo en una empresa de tecnología y yo empecé a dar clases en una escuela pública. No éramos ricos, pero teníamos lo suficiente y nos teníamos el uno al otro. O eso creía yo.

A la mañana siguiente, Julián se fue temprano. No sé si al trabajo o a buscar consuelo en los brazos de Camila. Me quedé sola con Valeria, tratando de fingir normalidad mientras le preparaba el desayuno.

—¿Por qué llorabas anoche, mami? —me preguntó mientras untaba mantequilla en su arepa.

—A veces los adultos discutimos, mi amor. Pero no es tu culpa —le respondí, tragándome las lágrimas.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Julián dormía en el sofá y apenas nos dirigíamos la palabra. Mi mamá llamó desde Pasto: «Lucía, hija, ¿por qué tienes esa voz tan triste?» No quise preocuparla y le mentí: «Es el trabajo, mamá».

Pero la verdad era otra. Sentía que mi vida se desmoronaba y no tenía a quién recurrir. Las amigas se alejaron poco a poco; algunas porque no sabían qué decirme, otras porque preferían no involucrarse. Solo Sandra, mi vecina del piso de abajo, me ofreció un café y un abrazo sincero.

—No eres la primera ni serás la última —me dijo—. Pero tienes que decidir qué quieres hacer con tu vida ahora.

Esa frase me retumbó en la cabeza durante días. ¿Qué quería hacer? ¿Perdonar a Julián? ¿Intentar salvar el matrimonio por Valeria? ¿O empezar de nuevo?

Una tarde, mientras recogía los juguetes de Valeria del suelo, encontré una foto nuestra: los tres sonriendo en el parque Arví, hace apenas un año. Me pregunté en qué momento dejamos de ser felices. ¿Fue cuando Julián empezó a llegar tarde? ¿O cuando yo me volví tan exigente con todo?

La respuesta llegó una noche después de otra discusión amarga.

—No puedo seguir así, Julián —le dije—. No quiero que Valeria crezca pensando que esto es amor.

Él bajó la cabeza y por primera vez lo vi vulnerable, pequeño. Me confesó que se sentía perdido desde hacía tiempo, que la rutina lo había ahogado y que buscó en Camila algo que ya no encontraba conmigo.

—¿Y yo? —le pregunté—. ¿Quién me preguntó si yo también estaba cansada? ¿Si necesitaba algo más?

No hubo respuesta. Solo silencio.

Decidí pedirle que se fuera. No fue fácil; sentí miedo, rabia y hasta culpa. Pero también sentí alivio. Por primera vez en mucho tiempo respiré hondo sin sentirme ahogada.

Los meses siguientes fueron duros. Aprendí a hacer cuentas para llegar a fin de mes sola; aprendí a consolar a Valeria cuando lloraba por su papá; aprendí a mirarme al espejo sin sentir vergüenza ni rencor.

Un día cualquiera, mientras caminaba por la Plaza Botero rumbo al trabajo, me di cuenta de que ya no sentía ese peso en el pecho. Había sobrevivido a la tormenta y estaba lista para empezar de nuevo.

Julián llama a veces para preguntar por Valeria. A veces hablamos sin rencor; otras veces siento nostalgia por lo que fuimos. Pero ya no me duele como antes.

Hoy sé que soy más fuerte de lo que imaginé. Que puedo caer y volver a levantarme. Que merezco amor, pero sobre todo merezco paz.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres estarán pasando por lo mismo ahora mismo? ¿Cuántas callan su dolor por miedo o vergüenza? ¿Y si nos atreviéramos a hablarlo sin miedo al qué dirán?