La nueva esposa de papá
—¿Cómo que te casas la próxima semana, papá? —grité, apretando el teléfono con tanta fuerza que sentí que mis nudillos se volvían blancos.
Del otro lado de la línea, el silencio de mi padre, Ernesto Ramírez, era tan denso como el calor húmedo de Veracruz en pleno julio. Yo tenía en la mano la invitación: letras doradas sobre papel crema, anunciando su boda con una tal Marta González. Ni siquiera sabía quién era esa mujer. Mi madre había muerto hacía apenas dos años y, aunque el dolor seguía fresco, nunca imaginé que él pudiera rehacer su vida tan rápido… y mucho menos sin avisarme.
—Zuzana, hija, sé que es repentino, pero… —empezó a decir, con esa voz cansada que últimamente siempre tenía.
—¿Repentino? ¡Papá, ni siquiera me lo dijiste en persona! ¿Quién es Marta? ¿Por qué no me hablaste antes? —sentí cómo se me quebraba la voz. No quería llorar, pero las lágrimas ya estaban ahí, amenazando con salir.
—Marta es… alguien especial. Me ayudó mucho después de lo de tu mamá. No quería que te enteraras así, pero…
Colgué antes de escucharlo terminar. Me senté en la cama y miré la invitación otra vez. La fecha era en siete días. Siete días para asimilar que mi papá iba a casarse con una mujer que no conocía, en la misma casa donde crecí y donde todavía sentía el perfume de mi mamá en las cortinas.
Esa noche no dormí. Pensé en mi hermano menor, Emiliano, que vivía en Monterrey y apenas hablaba con nosotros desde que se fue a estudiar. Pensé en mi abuela Carmen, que siempre decía que los hombres no saben estar solos. Y pensé en mí: 27 años, viviendo sola en un departamento pequeño, trabajando como maestra de primaria y sintiéndome más huérfana que nunca.
Al día siguiente, llamé a Emiliano.
—¿Supiste lo de papá? —le pregunté sin saludar.
—Sí. Me llamó ayer. ¿Estás bien?
—¿Cómo voy a estar bien? ¿Tú sabías quién era esa mujer?
—No mucho. Solo sé que trabaja en el hospital donde estuvo mamá. Papá dice que lo ayudó mucho…
—¿Y ya? ¿Eso basta para casarse?
Emiliano suspiró.
—Mira, yo tampoco lo entiendo. Pero papá está solo. Y nosotros… bueno, cada quien está en su rollo. Tal vez deberíamos ir y ver qué onda.
No quería admitirlo, pero tenía razón. Así que una semana después, tomé el autobús a mi pueblo natal, San Rafael, con el estómago revuelto y la cabeza llena de preguntas.
La casa estaba igual: las bugambilias trepando por la reja, el portón azul despintado y el olor a café recién hecho colándose por las ventanas abiertas. Pero adentro todo era distinto. Había globos blancos y flores frescas en los floreros; la foto de mi mamá ya no estaba sobre la repisa del comedor.
Vi a papá en el patio, nervioso, ajustándose la corbata frente al espejo del coche. Cuando me vio llegar, sonrió tímido.
—Gracias por venir, hija —me dijo, abriendo los brazos para abrazarme.
Me quedé rígida unos segundos antes de dejarme envolver por su abrazo. Olía igual que siempre: a loción barata y tabaco. Pero ya no era el mismo papá de antes.
La ceremonia fue sencilla: unos cuantos amigos del pueblo, mi abuela Carmen murmurando oraciones en un rincón y Emiliano tomando fotos con su celular. Cuando Marta entró al patio, sentí un nudo en el estómago. Era una mujer alta, morena, con el cabello recogido y una sonrisa nerviosa. No era joven ni vieja; simplemente… diferente.
Durante la comida, todos hablaban menos yo. Marta se acercó varias veces para intentar conversar conmigo.
—Zuzana, sé que esto es difícil para ti…
—No tienes idea —le respondí cortante.
Ella bajó la mirada y se alejó. Vi cómo le temblaban las manos cuando sirvió el pastel de bodas.
Esa noche no pude dormir. Me levanté a tomar agua y la encontré en la cocina, llorando en silencio.
—¿Por qué lloras? —le pregunté sin poder evitarlo.
—Porque sé que no me quieres aquí —me dijo sin mirarme—. Y porque extraño a tu mamá también. Era mi amiga en el hospital…
Me quedé helada. Nunca imaginé que Marta conociera a mi mamá.
—¿Por qué nunca me lo dijeron?
—Porque tu papá no quería lastimarte más. Pero yo no vine a reemplazarla. Solo… nos encontramos en medio del dolor y nos acompañamos.
Me senté junto a ella y por primera vez la vi como una persona real: alguien tan rota como yo.
Los días siguientes fueron extraños. Papá intentaba hacer como si todo fuera normal; Emiliano se fue al tercer día porque no soportaba la tensión; mi abuela Carmen rezaba más que nunca. Yo me debatía entre el enojo y la culpa.
Un día encontré una caja con cartas viejas de mi mamá. En una de ellas le escribía a Marta agradeciéndole por cuidarla durante las quimioterapias y le pedía que cuidara de papá si algún día ella faltaba.
Leí esa carta mil veces. Lloré hasta quedarme dormida sobre ella.
Al día siguiente busqué a Marta en el jardín.
—Leí la carta de mi mamá —le dije—. Perdón por todo lo que te he hecho sentir.
Ella sonrió entre lágrimas y me abrazó fuerte.
No fue fácil después de eso. Hubo días buenos y días malos; peleas por cosas tontas y silencios incómodos en la mesa. Pero poco a poco aprendimos a convivir. Marta nunca intentó ocupar el lugar de mi mamá; solo fue llenando los vacíos con paciencia y cariño.
Hoy miro atrás y pienso en todo lo que perdí por aferrarme al pasado. Pero también veo lo mucho que gané al abrirme al perdón y a la posibilidad de una nueva familia.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces nos negamos a ser felices solo por miedo a perder lo que ya no está? ¿Y si aprender a soltar es también una forma de honrar lo que amamos?