La otra hermana: secretos bajo la misma piel

—¿Por qué siempre te toca a ti? —La voz de mi madre retumbó en mi cabeza mientras bajaba apresurada las escaleras eléctricas de la Galería Insurgentes. El aire acondicionado no lograba disipar el calor que sentía en el pecho. En mi mano, el celular temblaba con la foto del reloj que había elegido para la jefa de contabilidad. Un regalo sencillo, pero elegante. Algo que, según las compañeras del área, debía representar el aprecio del equipo. Pero yo solo pensaba en salir de ahí, en escapar del gentío y de esa sensación pegajosa de no pertenecer.

Me llamo Mariana, y aunque nací en Veracruz, hace años que vivo en Ciudad de México. Mi historia no es diferente a la de muchas: padres divorciados, una madre que rehízo su vida y una media hermana, Ewa, que siempre fue la favorita. Sí, Ewa, con su cabello lacio y oscuro, su sonrisa fácil y su manera de hacer amigos hasta en la fila del banco. Yo era la otra, la que llegó después, la que nunca encajó del todo.

—¿Ya tienes el regalo? —me preguntó Ewa esa mañana antes de irse al hospital donde trabaja como enfermera.

—Sí, creo que sí —respondí sin mirarla.

—Asegúrate de que sea bonito. Ya sabes cómo es la licenciada Torres.

Siempre ese tono de superioridad disfrazado de consejo. Siempre ese recordatorio de que yo debía esforzarme más para ser aceptada.

Mientras salía al estacionamiento, sentí el zumbido del celular. Era un mensaje de mi madre: «No olvides pasar por las tortillas». Como si fuera tan fácil olvidar las cosas pequeñas cuando las grandes pesan tanto.

Subí al microbús rumbo a casa y me perdí mirando por la ventana. Las calles llenas de vendedores ambulantes, niños jugando entre los coches, mujeres cargando bolsas del mercado. Me pregunté cuántas de ellas también sentían que vivían en una casa que no era suya.

Al llegar, Ewa ya estaba sentada en la mesa con mamá. Reían por algo que yo no entendí.

—¿Y tú qué traes? —preguntó Ewa al verme entrar.

—Nada —mentí.

—¿Otra vez con esa cara? Mariana, deberías aprender a disfrutar las cosas —dijo mamá sin mirarme.

Me encerré en mi cuarto y revisé las fotos del regalo. Dudé si mostrarles las opciones al día siguiente o simplemente dejar que alguien más decidiera. Pero sabía que si no lo hacía yo, nadie lo haría.

Esa noche escuché a mamá y Ewa hablar en voz baja en la cocina. No entendí todo, pero capté mi nombre y algo sobre «no es igual» y «debería agradecer». Me tapé los oídos con la almohada y lloré en silencio.

Al día siguiente, en la oficina, mostré las fotos a mis compañeras. Todas opinaron al mismo tiempo:

—Ese está bonito pero muy caro.
—¿Y si mejor le compramos algo para su casa?
—No sé si le guste ese color…

Al final, eligieron el reloj que yo había sugerido. Sentí una pequeña victoria, pero se desvaneció cuando recibí un mensaje de Ewa: «Mamá quiere hablar contigo cuando llegues».

El corazón me latía fuerte mientras subía las escaleras del edificio. Al abrir la puerta, mamá estaba sentada con una caja de fotos sobre la mesa.

—Siéntate —dijo seria.

Me senté frente a ella. Ewa estaba parada junto a la ventana, mirando hacia afuera.

—Hay algo que debes saber —empezó mamá—. No quería decírtelo así, pero creo que ya es hora.

Sentí un nudo en el estómago. Miré a Ewa buscando alguna pista, pero ella evitó mi mirada.

—Cuando naciste… tu papá ya no estaba conmigo. Yo… conocí a alguien más. Por eso siempre sentiste que eras diferente. Porque lo eres —dijo mamá con voz temblorosa.

El silencio se hizo pesado. Ewa seguía sin mirarme.

—¿Entonces… no soy hija de papá? —pregunté apenas en un susurro.

Mamá negó con la cabeza. Saqué fuerzas de donde no tenía para preguntar:

—¿Quién es mi papá?

Mamá suspiró y sacó una foto vieja de la caja. Un hombre moreno, con ojos tristes y una sonrisa tímida.

—Se llama Julián. Vive en Oaxaca. Nunca quiso saber nada de nosotras…

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Todo tenía sentido: las miradas diferentes, los comentarios a medias, el favoritismo hacia Ewa. Yo era la intrusa en mi propia casa.

Esa noche no dormí. Pensé en buscar a Julián, en reclamarle a mamá por tantos años de mentiras, en gritarle a Ewa por haberlo sabido siempre y nunca decirme nada. Pero solo lloré hasta quedarme sin lágrimas.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. En el trabajo fingía normalidad; en casa evitaba a mamá y a Ewa. Un domingo cualquiera, mientras lavaba los trastes, Ewa se acercó:

—No fue mi culpa —dijo sin mirarme—. Yo tampoco lo supe hasta hace poco…

No respondí. El agua caliente me quemaba las manos pero no me importaba.

—Mamá solo quería protegerte —insistió—. Pero entiendo si me odias…

La miré por primera vez en días. Vi sus ojos llenos de culpa y miedo.

—No te odio —dije al fin—. Solo quiero saber quién soy.

Esa noche busqué a Julián en Facebook. Encontré un perfil con su nombre y su foto: más viejo, más cansado. Dudé horas antes de enviarle un mensaje: «Hola, soy Mariana… creo que soy tu hija».

Pasaron días sin respuesta. Cada notificación me hacía saltar el corazón hasta que finalmente llegó un mensaje:

«Hola Mariana. No sé qué decirte. No soy bueno para esto… pero si quieres hablar, aquí estoy».

Lloré como nunca antes. Por primera vez sentí esperanza y miedo al mismo tiempo.

Hoy escribo esto mientras espero el camión para ir a Oaxaca a conocerlo. No sé qué pasará ni si encontraré las respuestas que busco. Pero sé que ya no puedo seguir viviendo como una sombra en mi propia vida.

A veces me pregunto: ¿cuántos secretos guardan nuestras familias? ¿Cuántos somos realmente quienes creemos ser? ¿Y qué harías tú si descubrieras que tu vida entera fue construida sobre una mentira?