La Parapetada: Una Noche de Sorpresas en la Cocina de los Ramírez

—¡No vayas a decir nada, por favor! —me susurró Mariana, mi esposa, apretando mi brazo mientras subíamos el último tramo de escaleras del viejo edificio en el centro de Monterrey. El olor a humedad y fritanga se mezclaba en el aire, y yo solo podía pensar en cómo había cambiado la vida de Mauricio desde que nos veíamos en la prepa.

La puerta del 3B estaba decorada con un globo desinflado y un letrero hecho a mano: “Bienvenidos a nuestro nidito”. Toqué dos veces. Se escuchó un grito desde adentro: —¡Ya va!— y luego el sonido de algo cayendo al suelo. Mariana me miró con esa expresión que mezcla ternura y resignación.

Mauricio abrió la puerta con una sonrisa forzada. Tenía la camisa arrugada y una mancha de salsa en el pecho. Detrás de él, su esposa, Paola, intentaba disimular el caos del fondo. —¡Pásenle, pásenle! No hagan caso al tiradero, apenas estamos acomodándonos— dijo, pero su voz temblaba.

Entramos. El departamento era pequeño, con muebles prestados y cajas apiladas en las esquinas. Pero lo que realmente me dejó sin palabras fue la cocina: platos sucios hasta el techo, una olla quemada aún sobre la estufa, restos de comida pegados en la mesa y un olor agrio que no podía identificar. Mariana me apretó más fuerte el brazo.

—¿Quieren una cheve? —preguntó Mauricio, abriendo el refri con dificultad porque una caja bloqueaba la puerta. Saqué la botella con cuidado, temiendo que todo se viniera abajo.

Intenté bromear: —¿Ya hicieron la primera explosión culinaria o qué?

Mauricio soltó una risa seca. —Más bien sobrevivimos a la mudanza… y a la vida.

Nos sentamos en el sillón, que tenía una pata coja. Paola sirvió botana en un plato despostillado. El ambiente era tenso, como si todos estuviéramos fingiendo que aquello era normal. Mariana intentó romper el hielo:

—¿Y cómo les va aquí? ¿Ya se acostumbraron al barrio?

Paola suspiró. —Pues… es diferente. A veces extraño la casa de mis papás en San Nicolás. Aquí todo es más caro, más ruidoso…

Mauricio interrumpió: —Pero estamos juntos, ¿no? Eso es lo importante.

Sentí que había algo más detrás de esas palabras. Recordé las veces que Mauricio me había pedido prestado dinero en los últimos meses, siempre con excusas distintas. Ahora todo tenía sentido: la mudanza no era por gusto, sino por necesidad.

De repente, un golpe seco nos sobresaltó. Era el hijo pequeño de Mauricio, Emiliano, que había tirado una caja tratando de alcanzar un vaso. Paola corrió a levantarlo y le gritó:

—¡Te dije que no tocaras nada!

El niño rompió en llanto. Mauricio se levantó furioso:

—¡Ya basta! ¡No empieces aquí también!

El silencio se hizo pesado. Mariana me miró con ojos tristes. Yo sentí una mezcla de vergüenza y compasión.

Intenté cambiar de tema:

—¿Y qué tal el trabajo, Mau?

Mauricio bajó la mirada. —Me recortaron horas… Paola está buscando algo, pero está difícil…

Paola lo interrumpió:

—No digas eso enfrente de ellos. No tienen por qué saber nuestros problemas.

Mauricio explotó:

—¿Y qué quieres que diga? ¿Que todo está bien? ¡Mira alrededor!

La tensión era insoportable. Mariana se levantó y fue a ayudar a Paola en la cocina. Yo me quedé solo con Mauricio.

—Perdón por esto, hermano —me dijo en voz baja—. No quería que vieras todo así… Es que ya no sé qué hacer.

Le puse una mano en el hombro.

—No tienes que fingir conmigo, Mau. Todos pasamos por momentos difíciles.

Él asintió, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas.

En la cocina, Mariana intentaba consolar a Paola:

—No te preocupes por el tiradero. Cuando nosotros nos mudamos también fue un caos.

Paola negó con la cabeza:

—No es solo eso… Es todo. Siento que estoy fallando como mamá, como esposa… No puedo ni mantener limpia la casa.

Mariana la abrazó.

—No eres la única. Todas pasamos por eso alguna vez.

La noche siguió entre silencios incómodos y risas forzadas. Emiliano se quedó dormido en el piso, abrazando una caja vacía. Antes de irnos, Mauricio me acompañó a la puerta.

—Gracias por venir —me dijo—. Y por no juzgar.

Le sonreí.

—Para eso estamos los amigos.

Bajando las escaleras, Mariana me tomó la mano.

—¿Viste cómo Paola casi lloraba? Me partió el alma…

Asentí en silencio. Afuera, las luces de Monterrey brillaban indiferentes a nuestras pequeñas tragedias.

Esa noche no pude dormir bien. Pensé en Mauricio, en Paola, en todas las familias que luchan por mantener las apariencias mientras el mundo se les viene encima. Pensé en nuestra propia historia: también habíamos tenido momentos así, solo que nadie los veía desde afuera.

A veces me pregunto: ¿cuántos hogares esconden su propia explosión tras una puerta cerrada? ¿Cuántos fingen que todo está bien solo para no ser juzgados?

¿Y si todos fuéramos un poco más honestos sobre nuestras batallas? ¿Cambiaría algo? ¿Ustedes qué piensan?