La Prima de Mi Esposo: Un Favor Que Cambió Mi Vida

—¿Otra vez llegaste tarde, Victoria? —pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras el reloj marcaba la una de la madrugada. El eco de mis palabras rebotó en las paredes del pequeño departamento en el centro de Monterrey. Victoria, con su mochila colgando y el cabello revuelto, apenas me miró antes de soltar un suspiro cansado.

—Ay, Maddy, no empieces. Estaba estudiando con mis compañeros —respondió, esquivando mi mirada y caminando directo a su cuarto.

Me quedé parada en la cocina, apretando el vaso de agua entre las manos. No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Cuando acepté que Victoria viniera a vivir con nosotros, pensé que sería temporal, una ayuda para la familia. Mi esposo, Rodrigo, me lo pidió con esa sonrisa suya que siempre me desarma: “Es solo por un semestre, Madeline. La familia es lo primero”.

Pero ese semestre se convirtió en un año. Y cada día sentía cómo mi espacio, mi rutina y hasta mi matrimonio se desmoronaban poco a poco.

Al principio todo era cordial. Victoria ayudaba con los platos, preguntaba si necesitábamos algo del súper y hasta jugaba con nuestro hijo Emiliano cuando yo tenía que trabajar desde casa. Pero pronto las cosas cambiaron. Empezó a llegar tarde, a traer amigos sin avisar, a ocupar el baño por horas y a dejar sus cosas tiradas por toda la sala.

Una noche, mientras Rodrigo y yo cenábamos en silencio, él soltó:

—¿No crees que estás exagerando? Victoria es joven, está adaptándose. Recuerda cómo eras tú cuando llegaste a Monterrey.

Sentí un nudo en la garganta. No era lo mismo. Yo no tenía a nadie que me recibiera con los brazos abiertos; tuve que pelear cada centímetro de mi vida aquí. Pero Rodrigo no lo entendía. O no quería entenderlo.

Las discusiones se volvieron frecuentes. Yo reclamaba por el desorden, por la falta de respeto a las reglas de la casa. Rodrigo defendía a su prima. Emiliano empezó a preguntarme por qué papá y mamá ya no reían juntos como antes.

Una tarde lluviosa, mientras recogía la ropa mojada del balcón, escuché risas en la sala. Me asomé y vi a Victoria sentada muy cerca de Rodrigo en el sofá, mostrándole algo en su celular. Él reía como hacía tiempo no lo hacía conmigo. Sentí una punzada de celos y vergüenza. ¿Estaba exagerando? ¿O realmente Victoria estaba ocupando un lugar que no le correspondía?

Esa noche, después de acostar a Emiliano, enfrenté a Rodrigo:

—¿Te das cuenta de cómo han cambiado las cosas desde que Victoria vive aquí? Ya ni siquiera tenemos tiempo para nosotros.

Rodrigo suspiró y me miró con cansancio:

—Madeline, estás viendo fantasmas donde no los hay. Victoria es familia. Solo está pasando una etapa difícil.

Pero yo ya no podía más. Empecé a sentirme una extraña en mi propia casa. Mis amigas me decían que pusiera límites, que hablara con mi suegra o incluso que buscara otro lugar para vivir. Pero ¿cómo iba a hacer eso? En nuestra cultura, la familia es sagrada. Decirle que no a un familiar es casi un pecado.

Una noche, después de otra discusión por el desorden en la cocina, Victoria explotó:

—¡Ya sé que te molesto! ¡No tienes que recordármelo todos los días! Si tanto te estorbo, dímelo y me voy.

Me quedé helada. Por primera vez vi a Victoria sin su máscara de seguridad: estaba cansada, asustada y sola. Recordé mis propios años universitarios, las veces que lloré en silencio porque extrañaba a mi mamá o porque sentía que no encajaba en ningún lado.

Me acerqué y le dije:

—No quiero que te vayas, Victoria. Solo quiero recuperar mi hogar… y entenderte mejor.

Nos sentamos juntas esa noche y hablamos por horas. Me contó sobre sus miedos, sobre la presión de ser la primera en su familia en ir a la universidad, sobre cómo sentía que nunca era suficiente para nadie. Yo le confesé mis propios temores: perder a Rodrigo, perderme a mí misma en medio del caos familiar.

A partir de ese día las cosas cambiaron poco a poco. Pusimos reglas claras: horarios para el baño, días para limpiar juntas, momentos para compartir y otros para estar solas. Rodrigo también entendió que necesitábamos tiempo como pareja y empezó a involucrarse más en las tareas del hogar.

No fue fácil. Hubo recaídas, discusiones y lágrimas. Pero también hubo risas compartidas, cenas improvisadas y hasta noches de películas con palomitas quemadas.

Hoy Victoria está por graduarse y planea mudarse con unas amigas. Emiliano la va a extrañar y yo… yo también. Aprendí que ayudar a la familia puede ser un acto de amor pero también una prueba de fuego para cualquier relación.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han sentido lo mismo? ¿Cuántas han callado sus incomodidades por miedo al qué dirán? ¿Hasta dónde llega el deber familiar antes de perderse una misma?