La primavera de mi culpa: una maternidad tardía en el corazón de México

—¿Por qué lloras, mamá? —La voz de Emiliano me sacude como un trueno inesperado en medio de la tarde. Estoy sentada en el balcón, viendo cómo las flores lilas de los jacarandas caen sobre la calle, cubriendo todo con una alfombra que parece querer tapar los pecados del mundo. No sé qué responderle. ¿Cómo le explico a mi hijo de siete años que la primavera me duele?

—No es nada, mi amor —le miento, secándome las lágrimas con la manga de mi suéter. Él se acerca y me abraza fuerte, como si supiera que hay heridas que no se ven, pero que pesan más que cualquier golpe.

Mi nombre es Mariana Torres y vivo en la colonia Narvarte, en Ciudad de México. Siempre pensé que la maternidad era una elección, no un destino. Cuando conocí a Julián, mi esposo, éramos dos jóvenes con sueños grandes y bolsillos vacíos. Nos prometimos que nunca dejaríamos que la rutina nos tragara, que seríamos diferentes a nuestros padres, que no viviríamos para cumplir expectativas ajenas.

Pero la vida se encarga de reírse de nuestros planes. Cuando Emiliano nació, sentí que el mundo se partía en dos: antes y después de él. Las noches sin dormir, las peleas por tonterías, el miedo constante a fallar. Y sin embargo, también estaba esa alegría inexplicable cuando lo veía dormir, cuando me decía «mamá» por primera vez.

Con el tiempo, mi carrera como arquitecta empezó a despegar. Me ofrecieron proyectos importantes, viajes a Monterrey y Bogotá, reuniones con gente que admiraba desde la universidad. Julián siempre fue un buen compañero, pero no podía evitar sentir que él esperaba algo más de mí. Algo que yo no estaba segura de querer darle.

Una tarde de marzo, mientras preparaba café en la cocina, Julián me miró con esa seriedad que solo usa cuando va a decir algo importante.

—¿No crees que ya es momento de pensar en un hermanito para Emiliano?

Sentí el estómago encogerse. Miré por la ventana y vi a Emiliano jugando con su pelota en el patio. Me imaginé otra vez embarazada, otra vez cambiando pañales, otra vez dejando proyectos a medias porque un bebé me necesitaba más.

—No sé si quiero volver a empezar —le respondí bajito.

—Pero Emiliano se siente solo —insistió Julián—. Y tú siempre dijiste que no querías que fuera hijo único como tú.

No le contesté. Esa noche dormimos dándonos la espalda. Al día siguiente, me fui temprano a una junta y fingí que nada pasaba.

Los meses pasaron y la conversación se volvió un fantasma entre nosotros. A veces Julián me miraba con reproche disfrazado de resignación. Mi suegra empezó a hacer comentarios sutiles: «Ay, Marianita, ¿y para cuándo la parejita?» Mi mamá me llamaba para contarme cómo sus amigas ya tenían nietos nuevos.

Yo seguía trabajando más duro que nunca. Gané un premio nacional por un diseño ecológico para viviendas sociales. Viajé a Medellín a dar una conferencia. Emiliano crecía sano y feliz, aunque a veces lo veía mirar con envidia a sus primos cuando jugaban juntos.

Una noche, después de una cena familiar donde todos parecían conspirar para recordarme mi «deuda» con la familia, Julián me enfrentó en el coche:

—¿Por qué no quieres tener otro hijo conmigo? ¿Es por tu trabajo? ¿Por miedo? ¿O simplemente ya no me amas?

Sentí como si me arrancaran el aire del pecho. No era tan simple. No era solo miedo ni egoísmo ni falta de amor. Era todo junto y mucho más.

—No sé cómo explicarlo —le dije—. Siento que si tengo otro hijo voy a perderme a mí misma. Apenas estoy encontrando quién soy fuera de ser mamá y esposa.

Él guardó silencio. Esa noche dormimos en habitaciones separadas.

La primavera llegó temprano ese año. Los jacarandas florecieron antes de tiempo y toda la ciudad se tiñó de lila. Fue entonces cuando recibí la noticia: mi mejor amiga, Fernanda, estaba embarazada después de años intentando sin éxito. Lloré de alegría por ella y también de rabia conmigo misma.

Empecé a soñar con bebés. Soñaba que tenía una niña y se me escapaba entre los brazos como agua entre los dedos. Soñaba que Emiliano me preguntaba por qué no le di un hermano y yo no podía responderle.

Un día, mientras caminaba por el parque con Emiliano, él se detuvo frente a una pareja con dos hijos pequeños.

—¿Por qué yo no tengo hermanitos? —me preguntó sin mirarme.

Sentí una punzada en el corazón.

—A veces las familias son diferentes —le dije—. Pero eso no significa que te quiera menos.

Él asintió en silencio, pero su carita triste me persiguió toda la noche.

Julián y yo empezamos a distanciarnos. Las conversaciones eran cada vez más cortas; las risas, menos frecuentes. Una tarde discutimos fuerte:

—Siempre pensé que formaríamos una familia grande —me gritó—. Pero parece que solo te importa tu trabajo.

—¡Eso no es justo! —le respondí—. He sacrificado mucho por esta familia también.

—¿Y yo? ¿Y Emiliano? ¿No merecemos más?

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

La culpa empezó a crecer dentro de mí como una semilla venenosa. Cada vez que veía una mujer embarazada sentía una mezcla de envidia y alivio. Cada vez que Emiliano jugaba solo sentía que le estaba robando algo irremplazable.

Un día fui al ginecólogo para un chequeo rutinario y salí con una noticia inesperada: mis posibilidades de tener otro hijo eran casi nulas. La edad, el estrés, los años postergando la decisión… todo había conspirado en silencio contra mí.

Esa noche le conté a Julián entre lágrimas:

—Ya no puedo tener otro hijo…

Él me abrazó fuerte por primera vez en meses. Lloramos juntos por lo que pudo ser y nunca fue.

Ahora cada primavera siento el peso de esa decisión como si los jacarandas florecieran solo para recordarme mi culpa. Pero también he aprendido a mirar a Emiliano y ver en él todo lo bueno que sí logré dar.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres cargan con culpas invisibles por decisiones que nadie más entiende? ¿Cuántas veces nos juzgamos sin piedad por elegirnos a nosotras mismas?

¿Ustedes han sentido alguna vez ese dolor sordo por lo que no fue? ¿Cómo aprendieron a perdonarse?