La que siempre apaga el fuego: la historia de Mariana
—¡Ya basta, mamá! —grité, con la voz quebrada, mientras el teléfono temblaba en mi mano sudorosa—. No puedo más con esto…
El silencio al otro lado de la línea fue tan pesado que sentí cómo me aplastaba el pecho. Era la primera vez en treinta y dos años que le levantaba la voz a mi madre. Pero ese día, después de una discusión interminable entre mi hermano Julián y mi hermana Lucía por la herencia de la abuela, después de escuchar a mi papá quejarse por el dinero y a mi esposo Rodrigo llegar de la oficina lanzando portazos, algo dentro de mí se rompió.
Desde niña, en nuestra casa en Córdoba, fui la que ponía paños fríos. Cuando Julián le gritaba a Lucía porque ella le escondía los cuadernos, yo era la que buscaba los cuadernos y le llevaba un mate a cada uno para que se calmaran. Cuando papá llegaba borracho y mamá lloraba en la cocina, yo me sentaba con ella, le acariciaba el pelo y le decía: “Ya va a pasar, má”. Nadie me enseñó a hacerlo; simplemente parecía que era mi deber.
A los diecisiete años, cuando Lucía quedó embarazada y mamá casi se desmaya del disgusto, fui yo quien acompañó a mi hermana al hospital y quien convenció a mamá de que no la echara de la casa. Cuando Julián perdió el trabajo y se encerró en su cuarto durante semanas, fui yo quien le llevaba comida y le hablaba hasta que aceptó salir. Y cuando papá enfermó del corazón, fui yo quien organizó turnos para cuidarlo, aunque todos sabían que terminaría haciéndolo sola.
—Mariana, vos sos fuerte —me decían todos—. Vos podés con esto.
Pero nadie preguntaba si quería ser fuerte. Nadie veía las noches en las que lloraba en silencio, abrazada a la almohada para no despertar a Rodrigo ni a mis hijos. Nadie notaba cómo me temblaban las manos cuando tenía que mediar otra pelea familiar, ni cómo me dolía el pecho cada vez que sentía que si yo no intervenía, todo se iba a desmoronar.
Una noche, después de una discusión especialmente dura entre Julián y Lucía por un terreno en las sierras, Rodrigo me encontró sentada en el piso del baño, con la cabeza entre las rodillas.
—¿Otra vez vos metida en el medio? —me preguntó, cansado.
—¿Y quién más lo va a hacer? —le respondí, casi sin voz.
Rodrigo suspiró y se fue a dormir. Yo me quedé ahí, sola, preguntándome si alguna vez alguien haría por mí lo que yo hacía por todos.
El día que exploté fue un domingo. Habíamos organizado un asado familiar para el cumpleaños de mamá. Todo iba bien hasta que Julián empezó a reclamarle a Lucía por no ayudar con los gastos. Mamá se puso a llorar, papá se encerró en su cuarto y Rodrigo se fue al patio a fumar. Todos esperaban que yo arreglara el desastre.
Me levanté de la mesa y grité:
—¡No más! ¡No soy su psicóloga ni su niñera! ¡Estoy harta!
Todos me miraron como si hubiera dicho una barbaridad. Nadie dijo nada. Me fui al cuarto y cerré la puerta con llave. Por primera vez en mi vida, no sentí culpa por no arreglarlo todo.
Esa noche, mamá me llamó llorando:
—¿Por qué me hablaste así? Yo solo quería que estuviéramos bien…
—¿Y quién me pregunta si yo estoy bien? —le respondí—. ¿Alguna vez pensaste en cómo me siento yo?
El silencio fue largo. Después colgó sin decir nada más.
Pasaron días sin que nadie me llamara. Al principio sentí alivio; después vino la culpa. Pero también sentí algo nuevo: una especie de paz. Empecé a salir a caminar sola por el parque Sarmiento, a tomarme un café sin apuro en una esquina del centro. Me animé a decirle a Rodrigo que necesitaba ayuda con los chicos y con la casa. Al principio se molestó, pero poco a poco empezó a colaborar.
Un día recibí un mensaje de Lucía: “Te extraño”. Le respondí: “Yo también”. Nos encontramos en una plaza y hablamos por horas. Le conté cómo me sentía; ella lloró y me abrazó. Me dijo que nunca se había dado cuenta de todo lo que cargaba sobre mis hombros.
Julián tardó más en buscarme. Pero cuando lo hizo, fue para pedirme perdón. Me dijo que siempre pensó que yo era invencible, pero ahora entendía que también necesitaba descansar.
Mamá fue la última en acercarse. Un domingo llegó a mi casa con una torta casera y me abrazó fuerte.
—Perdón por no verte —me dijo—. A veces uno se olvida de mirar más allá de lo urgente.
Hoy sigo siendo la mediadora de mi familia, pero ya no sola ni todo el tiempo. Aprendí a decir “no puedo” sin sentirme egoísta. Aprendí que pedir ayuda no es debilidad; es amor propio.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo hay en cada familia latinoamericana? ¿Cuántas seguimos callando nuestro cansancio por miedo a dejar caer todo? ¿Y si un día decidiéramos cuidarnos primero? ¿Qué pasaría si nos diéramos permiso para no ser siempre las fuertes?