La sala de espera donde nunca llega el tren

—¿Vas a subirte o no? —me gritó el chofer desde la puerta del colectivo, con ese tono impaciente que tienen los que ya han visto demasiadas historias como la mía.

No respondí. Solo apreté más fuerte el cigarrillo entre los dedos, sintiendo cómo el humo me llenaba los pulmones y me vaciaba el alma. Era la primera vez que fumaba desde que mi papá se fue de casa, hace ya más de diez años. La sala de espera de la terminal estaba casi vacía, salvo por una señora con dos niños dormidos sobre su regazo y un hombre que parecía hablar solo, mirando fijo la pantalla donde nunca aparecía mi destino.

Me quedé ahí, parada, viendo cómo el colectivo se alejaba entre la bruma de la noche tucumana. No era tarde, pero en esa parte de San Miguel todo parecía más oscuro después de las nueve. Sentí el peso del bolso en mi hombro y el aún más pesado silencio en mi pecho. ¿Por qué dudé? ¿Por qué no subí?

Quizás fue el mensaje que recibí minutos antes: “Camila, tenemos que hablar. Es urgente”. Era de mi hermana menor, Lucía. No hablábamos desde hacía meses, desde aquella pelea absurda por la herencia de mamá. Yo quería vender la casa vieja y ella insistía en quedarse, aunque apenas podía pagar la luz.

Me senté en uno de los bancos fríos y miré mis manos temblorosas. Recordé a mamá, siempre tan fuerte, tan decidida. “En esta familia nadie se rinde”, decía mientras preparaba empanadas para vender en el barrio. Pero yo me sentía rendida. El trabajo en la farmacia no alcanzaba para nada y mi novio, Andrés, se había ido a Buenos Aires buscando algo mejor, dejándome sola con mis dudas y mis miedos.

El hombre que hablaba solo se acercó y me pidió fuego. Le di mi encendedor sin mirarlo a los ojos. —¿Esperás a alguien? —preguntó con voz ronca.

—No lo sé —respondí, casi sin pensar.

Él asintió como si entendiera todo y volvió a su rincón. Me quedé mirando la puerta giratoria, esperando que Lucía apareciera o que al menos llegara otro mensaje. Nada. Solo el zumbido de los fluorescentes y el eco lejano de una cumbia barata en la radio del kiosco.

Pensé en irme caminando a casa, pero algo me detuvo. Quizás era el miedo a enfrentarme con Lucía o tal vez la esperanza tonta de que Andrés llamara para decirme que me extrañaba. Pero ni una cosa ni la otra pasó.

De repente, sentí una mano en el hombro. Era Lucía, con los ojos hinchados y el pelo revuelto.

—Cami… —susurró—. Tenés que venir conmigo. Es papá.

El mundo se me vino abajo. Hacía años que no sabíamos nada de él. Se había ido una mañana cualquiera, dejando solo una nota: “Perdón”. Mamá nunca volvió a ser la misma después de eso.

—¿Qué pasó? —pregunté, sintiendo cómo se me cerraba la garganta.

—Está en el hospital. Lo encontraron desmayado en la calle… No sé si va a sobrevivir.

No dije nada. Solo caminé detrás de ella, arrastrando el bolso y las culpas acumuladas durante años. En el taxi rumbo al hospital, Lucía me contó lo poco que sabía: papá vivía en una pensión cerca del mercado del Norte, trabajaba como sereno y nadie lo visitaba nunca.

—¿Por qué nunca nos buscó? —pregunté, con rabia contenida.

Lucía se encogió de hombros.—Quizás pensó que no lo perdonaríamos…

Llegamos al hospital público y el olor a desinfectante me revolvió el estómago. En la sala de espera había otras familias como la nuestra: madres cansadas, niños dormidos sobre mochilas escolares, hombres mirando sus celulares con desesperación. Nadie hablaba. Todos esperaban algo: una noticia, un milagro o al menos una explicación.

La doctora salió y nos llamó por el apellido: “Gutiérrez”. Nos explicó que papá había tenido un infarto y que estaba grave. —Si quieren despedirse… ahora es el momento —dijo sin rodeos.

Entramos a la habitación y lo vi tan distinto al hombre fuerte que recordaba: flaco, envejecido, con las manos llenas de cicatrices nuevas y viejas. Lucía lloraba en silencio; yo solo podía mirar esa cara ajada por los años y las decisiones equivocadas.

—Papá… —susurré— ¿Por qué te fuiste?

Sus ojos se abrieron apenas y murmuró algo ininteligible. Me acerqué más y sentí su mano apretando la mía con una fuerza inesperada.

—Perdón… —alcanzó a decir— Perdón por todo…

Las lágrimas me brotaron sin control. Recordé todas las veces que lo esperé sentada en la vereda, todas las promesas rotas, todas las noches en vela escuchando a mamá llorar en silencio para que no la oyéramos.

Cuando salimos del hospital ya era madrugada. Lucía me abrazó fuerte y por primera vez en mucho tiempo sentí que no estaba sola.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella.

No tenía respuestas. Solo sabía que esa noche en la sala de espera había cambiado algo dentro mío. Que a veces perder un tren o un colectivo no es solo cuestión de tiempo: es cuestión de vida o muerte, de enfrentarse con lo que uno ha estado evitando durante años.

Volvimos caminando a casa bajo un cielo sin estrellas. El barrio dormía y las luces titilaban como si también dudaran si quedarse o irse. Pensé en mamá, en papá, en Lucía… y en mí misma.

Ahora entiendo que todos tenemos una sala de espera interna donde postergamos decisiones importantes por miedo al dolor o al fracaso. Pero tarde o temprano hay que subirse al tren —o dejarlo ir para siempre.

¿Y ustedes? ¿Qué trenes han dejado pasar por miedo o por orgullo? ¿Vale la pena quedarse esperando toda la vida?